viernes, 16 de octubre de 2009

LOCURA
(16-5-2004)
JUAN GARODRI

Qué le pasa al mundo. Qué nos pasa. Qué trance de locura, qué fuego de extravío atraviesa el globo terráqueo calcinando la convivencia. Qué le pasa al ser humano dotado de tanta inteligencia y de tan escasa voluntad. Casi empieza uno a creer en aquella aserción impía que aseguraba que el hombre era la equivocación de Dios.
Anoche me senté a ver el telediario y elegí el de Antena 3, más que nada para eludir la machaconería política, siempre más de lo mismo, y la reiteración fastidiosa de los preparativos de la boda del príncipe, que aparecen ineludiblemente en cada cucharada de sopa televisiva en las emisiones de la TV1. Sin embargo, fue peor. Antena 3 se tiró cerca de veinte minutos, seguidos, exponiendo la maldad del género humano. Y mira que Matías Prats es, desde mi particular punto de vista, el mejor presentador de telediarios del reino. Pero ni aún así pudo maquillar el espeluznante, cruento, sobrecogedor desfile de tragedias, una tras otra, que la maldad del ser humano provoca en el mundo.
El ser humano es impuro. Cuando la naturaleza se desmanda, ya podemos salir corriendo. Pero la naturaleza es pura. El hecho catastrófico de un terremoto, o el de una riada incontenible, produce la muerte, la desolación y el espanto. La naturaleza pierde el control de sus constantes cíclicas y se convierte en un monstruo. Pero es un monstruo puro. Es una maldad inocente. El ser humano, por el contrario, provoca el mal deliberadamente. Sabe lo que hace. Dios lo dotó de inteligencia para que ‘sepa’ que hace el mal. Sabe que lo hace, lo prepara y lo manipula, lo acaricia.
En el siglo XVIII, los racionalistas pusieron en duda la teoría optimista de la civilización. Mientras Turgot trazaba en la Sorbona un esquema del Progreso Histórico, Rousseau mantenía en la academia de Dijon su idea sobre el “Regreso” Histórico. Ambos ensayos, aparentemente contradictorios, mantenían sin embargo un eje común: el desarrollo social había sido una equivocación gigantesca porque la civilización está viciada en su origen. No todo el mundo ilustrado pensaba así. Por aquellos años, Lord Shaftesbury mostraba en sus escritos un optimismo extremo y aseguraba que todo es óptimo en este mundo armonioso. No tardó en encontrar su contrarrespuesta. ¡Y una mierda!, le respondió Bernard de Mandeville, indignado por la teoría optimista de los filósofos y la realidad pesimista, malvada, que exhibía el ser humano. Así que no se anduvo con chiquitas y publicó en 1724 «The fable of the Bees», la fábula de las abejas, para demostrar que la maldad del ser humano y sus vicios constituyen la base del comercio y de las ocupaciones: «En el momento en que el mal cese, la sociedad habrá de estropearse, si es que no llega a disolverse totalmente». Tremendo.
Por supuesto, en el siglo XIX no todo el personal estaba de acuerdo con tales ideas. Spencer, por ejemplo, extendió el principio de la evolución a la sociología y a la ética y se convirtió en partidario de una interpretación optimista de la sociedad. El mal no es una necesidad permanente, dice, sino que tiende perpetuamente a desaparecer. Todo está en que el individuo adapte sus necesidades a las de la sociedad sin dañar las posibilidades de los demás para obtener satisfacciones similares. ¡Qué bonito lo de Spencer! ¡Qué maravilla desiderativa! ¡Qué realidad tan especulativamente angélica! Algo así debió de pensar el filósofo alemán E. von Hartmann, porque se agarró al tintero y a la pluma de oca e iluminado por una influencia pesimista, tanto o más mortecina que la vela que iluminaba sus noches, publicó en 1868 la «Filosofía del inconsciente», convencido de que el Progreso y el bienestar son realidades antagónicas y de que, en consecuencia, el Progreso encierra un aumento de miseria porque perjudica a la mayoría en beneficio de unos pocos. A pesar de todo, la idea del Progreso se convirtió a finales del siglo XIX en dogma de fe para los países civilizados, en la creencia de que nuestra especie está viajando hacia la felicidad terrena.
¿Qué felicidad? Me pregunto yo mismo, y tú, y el vecino de enfrente. ¿Felicidad o locura? ¿Buscamos la felicidad o la locura? ¿O tal vez convencidos de que la felicidad es inalcanzable perseguimos la locura como medio supremo de enajenación? ¿O quizá desesperados por la propia infelicidad procuramos atiborrarnos de las infelicidades ajenas? La locura del progreso.
Mientras EEUU reconozca que escondió los presos torturados para que la Cruz Roja desconociese el hecho; mientras el ejército británico mate a decenas de civiles en Irak; mientras grupos islamistas degüellen ante las cámaras, de forma cruenta y horrorosa, a seres humanos; mientras los militantes palestinos vuelen blindados y exhiban trozos de cadáveres por las calles; mientras los israelíes utilicen a los palestinos como escudos humanos; mientras la soldado Lynndie England se chulee ante las cámaras convirtiéndose en orgulloso verdugo de torturar; mientras las fotos de la cárcel de Abu Ghraib sigan apareciendo en los medios internacionales de noticias para confirmar la bestialidad del ser humano; mientras, en fin, los gobernantes del mal llamado mundo civilizado sigan engañando a los ciudadanos con la promesa del progreso, promesa inutilizada por las imágenes con que recordamos las guerras absurdas; mientras esto sea así, me importan tres leches la sonda de Marte, el ordenador de última generación, el GPS de colorines, el Forum de Barcelona y el consenso de los políticos. Me horroriza pensar que quizá Mandeville, después de más de doscientos años, siga teniendo razón.

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