sábado, 3 de octubre de 2009

EL COLOR DEL CRISTAL
(14-9-2003)
JUAN GARODRI


Don Ramón de Campoamor y Campo Osorio, extraordinario versificador de rimbombantes apellidos, pero poeta fastidioso, escribía versos con la fluencia lírica de una máquina de hacer churros (su obra comprende más de cincuenta mil versos, dicen los manuales) encuadrados en una poesía racionalista y social, como correspondía a la época en que publicaba. Campoamor conoció los entresijos de la política, no en vano fue gobernador civil de Alicante y de Valencia, perteneció al partido conservador y mantuvo enconadas polémicas parlamentarias. Y aunque su fama no sobrevivió a su tiempo, murió rodeado de gloria popular y de reconocimiento oficial. Bien. A Campoamor se atribuye aquello que dice: «En este mundo traidor / nada es verdad ni mentira / que todo tiene el color / del cristal con que se mira». Es decir, que cada cual arrima el ascua a su sardina con la pretensión del propio beneficio alimentario, mandando más allá del extranjero al que pretenda arrebatarle el ascua.
Soy tan torpe que siempre me sorprende la contumacia con que cada cual defiende lo suyo. Aunque propiamente no se trata de contumacia, porque nadie admite el error en lo que defiende, sino de tenacidad en la defensa progresiva de lo que se considera como verdad. No hay que ir muy lejos para ejemplarizar el aserto precedente. El reciente nombramiento de Mariano Rajoy como candidato a la Presidencia del Gobierno y como secretario general del PP ha levantado opiniones como polvaredas otoñales. Como no podía ser de otra manera, sus conmilitones y secuaces no dejan de alabar las extraordinarias cualidades que lo adornan como un florero de política conspicua. Rato, Mayor Oreja, Ruiz Gallardón, el propio Aznar, lo ensalzan casi descaradamente, con esa falsedad implícita que subyace en la alabanza desmesurada. Sus adversarios políticos, sin embargo, abundan en señalar las imperfecciones del recién electo, y en estas que aparece Alfonso Guerra, doctorado en descalificaciones, perito en retranca y experto en la desazón del ninguneo, y lo llama «mariposón». Y así como el cristal de aumento de las gafas laudatorias parece de grosor exagerado, no menos excesivo se me antoja el cristal de las gafas descalificatorias.
Algo parecido ocurre si mi torpeza bucea en el charco de la literatura. La catalogación o eliminación de escritores, según la cuadra ideológica a la que se pertenezca, alcanza hoy día dimensiones de batiburrillo caricaturesco. El color del cristal con que se mira. Hay quien piensa, en serio, hay quien piensa, no es broma ni cuchufleta que se me ocurre ahora, hay quien piensa que la autodenominación de escritor de izquierdas confiere un halo de intelectualidad insospechada a cuanto se escribe.
(Seamos serios: ¿alguien piensa, con fundamentación filosófica, que a estas alturas de la historia existen todavía ‘izquierdas’ y ‘derechas’?. De cara a la galería, puede que el personal vaya por ahí con el cuento del NO, mayormente manifas y otras yerbas. Lo admito y hasta lo comprendo, porque de algo tienen que vivir. El personal se curra el euro como puede. Pero la presunción de intelectualidad, tal como algunos memos se la adjudican, acogotados por una divertida idiocia libresca, no deja de resultar cuando menos cómica).
A pesar de que alguien me tache de manifestar un angelismo trasnochado, no acabo de comprender por qué los listos son de izquierdas y los cenutrios de derechas. No acabo de entender por qué los de derechas son incorruptos, otro dogma de fe para fieles gavioteros, y los de izquierdas corruptos de maletín y ladrillo. Esta separación taxonómica, dogma de fe para muchos, ya digo, en algo hay que creer, obedece más bien a separaciones estancas tipo inteligencias artificiales que Aldous Huxley imaginó antes de la Segunda Guerra Mundial en ‘Un mundo feliz’: inteligencia para barrenderos, todos iguales; inteligencia para administrativos o ingenieros o economistas, todos iguales; inteligencia para políticos de izquierda, todos iguales; inteligencia para políticos de derecha, todos iguales.
En este sentido, me gustaría conocer el color del cristal con que Jaime Capmany se despacha contra Jesús Caldera, a quien pone a caldo, redundantemente, cada dos por tres, y me gustaría conocer el color del cristal con que Caldera contempla la figura de Cristina Alberdi reduciendo a cenizas la militancia socialista de la ex ministra.
Para color, el del cristal de las gafas de César Alierta, que amenaza con despedir a la mitad de la plantilla si el Gobierno no autoriza una nueva subida, y gorda, de la cuota de abono de Telefónica en 2004. Y el personal comprando gafas de plástico tipo futurista. Y es que farda mucho ser rico y de izquierdas. ¡País!

No hay comentarios: