sábado, 15 de agosto de 2009

LA VOCACIÓN Y LOS PELOS DE PUNTA
(28-11-1999)
JUAN GARODRI



Si a ti, amigo, en una ocasión indeseable y fatídicamente determinada (determinada por el hado pertinente, se entiende, la ley de Murphy dicen ahora) va y se te ponen los pelos de punta, lo más probable es que el agente de tu repentina y peliaguda impresión haya sido la sorpresa o el espanto.
Puede suceder la anterior hipótesis peluda si te pones a leer una revista de educación. Mejor dicho, te pones a hojear una revista de educación, para no caer en el desuso didáctico, una de esas revistas actualizada con las iluminaciones de la pachanga educativa, y de pronto ¡zataplaf!, los pelos de punta, más espantados que sorprendidos. Nada menos que la vocación. Resulta que el verdadero mal del sistema educativo, su auténtica falta de calidad, su fracaso, reside en la falta de vocación y de motivación de los docentes, «acomodados ya en unos puestos de trabajo a los que accedieron hace muchos años y de los que ya nadie les podrá descabalgar». (Sic).
Los pelos se me pusieron de punta al leer esta perla de ajo beneficiosa, sin género de duda, para la arteriosclerosis educativa. Y quien talla esta perla acusadoramente descriptiva no es un tip(ej)o ajeno al sistema. Es un miembro más del sistema que lleva ya diez años, nada menos, dice, «ejerciendo esta maravillosa profesión de educar». Bueno, coge la cartera y vete. Cuando oigas a un sectario del iluminismo educativo predicar docencias y didactismos logsemáticos, coge la cartera y corre, sal pitando y líbrate cuanto antes de la fetidez de su aliento educador. Porque manda huevos —nunca mejor dicho— que alguien que, a lo que se supone, trabaja dentro de un centro docente (estará ciego, digo yo) tenga jeta suficiente como para soltar el eructo de que «la falta de motivación no es más que el resultado de un cansancio, un aburrimiento de los docentes que tiene su origen en la falta de vocación auténtica» (las cursivas son mías). Los pelos de punta, ya digo. Por más que intento alisarlos, se vuelven hirsutos como cerda de jabalí enfurecido.
De manera que me he pasado media vida sentado junto a la docencia y, en realidad, lo que he estado haciendo ha sido el gilipollas. Evidentemente, una de dos: o me pongo al lado del tip(ej)o que acusa a los colegas de falta de vocación educadora como causa de los males del sistema, o me pongo al lado del personal docente desmotivado, aburrido y avocacional. Me decido. Salto la raya y elijo la segunda opción, naturalmente, porque mi vida ha sido una altísima y sacrificada vocación de enseñar, pero, ay, una descreída e insignificante motivación de educar. Así que ahora —los parámetros de la educación privan sobre los de la enseñanza— me veo anclado en una clamorosa y vacía gilipollez mental rodeado de cansancio y aburrimiento, según el tip(ej)o aludido.
Y digo yo, amigo, que para qué nos han valido los ratos de agotamiento e incluso de sufrimiento al frente de las clases preparando ejercicios que pudieran resultar útiles a los alumnos y agradables al tiempo de realizarlos. Para qué las horas dedicadas al atardecer, fuera del horario escolar, a corregir pruebas, a revisar actividades de refuerzo o ampliación, a sanear redacciones, a enderezar ejercicios de expresión escrita y a preparar debates para cauterizar los abundantes aporismas verbales —esa sangrante resistencia que los alumnos ofrecen al hermanamiento entre palabra e idea— y para ejercitar la capacidad de ordenar un pensamiento coherente. Para qué el esfuerzo cansino de las repeticiones, las innumerables llamadas al orden para mantener la atención, las regañinas más paternales o amistosas que punitivas, las benevolentes advertencias a los reincidentes. Para qué la agotadora actitud, en fin, de permanecer constantemente en guardia una hora tras otra, un día tras otro, una semana tras otra, para aclarar dudas, corregir cuadernos, rectificar equivocaciones y tolerar el sorprendente derecho a la transgresión de que gozan los alumnos, actitudes que acaban por minar la resistencia de cualquiera, ocasionando una erosión pertinaz y subterránea a causa de la cual la personalidad docente se deteriora y termina arrojando en la fosa del abatimiento al más pintado, víctima de una depresión caballuna con baja temporal incluida, desagradable y desgraciada circunstancia que suele acontecer a algunos (y algunas) con más frecuencia de la deseada. Pues nada, colega. A pesar de todo ello, a pesar de nuestro esfuerzo por enseñar, no tenemos vocación. Y todo porque preferimos la función docente a la función educadora (entendiendo por función educadora esa entelequia que subvalora la enseñanza como si fuese algo contrario a la educación).
Le sugiero al iluminado adorador de la “maravillosa profesión de educar” que se lea el sobrecogedor informe titulado «La violencia escolar. Aproximación al problema», editado por el servicio de publicaciones del Sector Nacional de Enseñanza de CSIF. La misma portada ya es un desgarrón sangriento de algunos aspectos del llamado sistema educativo (a los estructuralistas quisiera yo ver explicando el concepto de este sistema, a ver cómo se las arreglaban). La violencia, ese es el verdadero mal del sistema. No voy a repetir los casos reales de gravísima conflictividad escolar señalados por el trabajo citado. Me permito añadir que no sólo esta violencia emparejada con la delincuencia se está cargando el sistema. También la pequeña violencia, ese no dejar dar clase, ese impedir constantemente la explicación del profesor, esa alteración del orden que requiere la clase, esa interrupción del silencio que exige el estudio, ese ataque diario al compañero, ese guaseo inmisericorde del débil, esa agresión verbal continua, esa arrogante desfachatez vanidosa, esa falta de atención y de interés, esos eructos y pedos y los pies encima de la mesa, esa burla e irreverencia menuda pero constante que va consumiendo paulatinamente las reservas docentes. También la pequeña violencia está mandando el sistema al carajo.
Así que de punta. Los pelos se te ponen de punta, amigo. Pero no de una punta cualquiera, no, esos pelos de punta que ahora ves por todas partes, engominadamente rígidos y tiesos, bien embadurnados de modernidades y elegancias. Me refiero a esa punta hirsuta y afilada, repentina como una descarga eléctrica, que adquiere el cuero cabelludo de quien inesperadamente siente horror, indignación, miedo, sorpresa y sobresalto, mezclado todo ello en la licorera de la indefensión y la impotencia. Y todavía con los pelos de punta, te atenaza un gigantesco cabreo sordo, uno de esos cabreos que te impulsan a querer empalar (por decirlo finamente) a los individuos, o lo que sean, que provocan sistemáticamente la violencia escolar, a empalarlos (metafóricamente, al menos) con un leño parecido al tronco con el que espetaron a Caupolicán, al decir de Alonso de Ercilla, o de Rubén Darío, o de ambos, no recuerdo.
Epílogo y aserto. Aunque los nuevos arúspices de la cosa educativa diseccionen las entrañas del personal para presagiar un futuro fecundamente tecnológico, afirmo que el problema es insoluble mientras no se erradique la violencia —larvada o manifiesta— que impide el normal desarrollo del proceso educativo en los centros docentes. Jamás la calidad (tan cacareada) podrá convivir con la violencia. En tanto, el cansancio, el aburrimiento y la impotencia serán los tristes laureles del profesorado. Ni vocación ni leches.

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