viernes, 14 de agosto de 2009

HARTAZGO DE PELO
(2-9-1999)
JUAN GARODRI


Más allá de tu pelo ardían los crepúsculos. ¿De tu pelo? ¿No era Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos? No recuerdo bien si era más allá de tu pelo o más allá de tus ojos donde ardían los crepúsculos. Creo que era ‘más allá de tus ojos’. No sé. Hace tiempo que leí a Neruda. Como quiera que sea, siempre arden crepúsculos de apagada disconformidad o rebeldía entre la revuelta cabellera del personal, en unos casos, o crepúsculos de descarado engreimiento más allá de la pelada lisura encefálica del gentío, en otros.
El pelo de la dehesa, se les ve enseguida. Bretón de los Herreros no hubiera imaginado jamás la densidad de pelo de la dehesa por centímetro cuadrado que (des)luce en los cráneos de la importancia, premura que acosa a personajes de cualquier pelo (de la dehesa) y los apresura a aparecer divinizados y líricos en los bosques mediáticos de la iconología diaria: políticos, futbolíticos, publicíticos, musicíticos, televíticos, poesíticos, novelíticos y otros (-τικός, esa relación apasionada, férvida y afligidamente sufija con la base derivativa).
No sabía cómo meterle mano al asunto, qué quieres que te diga. Y cuando voy y regreso del aturdimiento, me encuentro de buenas a primeras con la tránsfuga Bermúdez que me abre el camino. Tiene un hartazgo, dice, del funcionamiento de su partido en Ceuta y por eso se suelta el pelo, como una vestal transfretana y translúcida, y se autoinmola en el altar del GIL. Hartazgo, esa es la palabra. Hartazgo de esos mandamases astutos para disimular su pelo de la dehesa y hábiles para señalarlo en otros.
¿Quién no siente hartazgo ahora mismo del pelo de la dehesa político, bolo pestilente en el que se afanan coleópteros de todo tipo para llevarse la redondez de la inmundicia a su agujero? ¿Quién no siente hartazgo de la crin galáctica futbolera, bolo multimillonario del que chupan lepidópteros de larga trompa retráctil para libar rentabilidades, cláusulas de rescisión y titulares de prensa? ¿Quién no siente hartazgo de la cabellera publicitaria, bolo simuladamente gratificante en el que zigzaguean quirópteros que, entre mordisco y mordisco, ablandan la indefensa voluntad del gentío con promesas de felicidad podridamente tontorrona? ¿Quién no siente hartazgo de la pelusa musiquera, bolo caguetoso en el que millones de dípteros zumban sin descanso, día tras día, para inocular suavidad y viernes-noches, bien provistos de adolescencias y litronas? ¿Quién no siente hartazgo del vello televisivo, bolo domésticamente diario que anula cualquier certidumbre de realidad para propagar la miopía de las ideas? ¿Quién no siente hartazgo, en fin, de las cerdas literarias, bolo vanidosamente ególatra en el que cada arlequín se alza entre los losanges de su fatuidad como si fuera el amo del circo?
Qué hartazgo, amigo mío, de pelos, crines, cabelleras, vellos, cerdas y pelusas. Quien más quien menos airea la arrogancia de sus ondulaciones o la progresía de sus rapaduras. Y esconden bajo el pelo, o bajo el cráneo, la casi siempre inútil búsqueda de sus pretensiones y ansiedades. (No sé cómo lo harán, los rapados. Tal vez pretendiendo superar el listón de la ‘progretura’, esos sedicentes portadores rapados de la cultura posmodena. Tal vez intentando superar el listón anabolizante de la victoria, esos ídolos deportivos de cráneo braquicéfalo y melonero).
Ahora, eso sí, para pelo y ondulaciones, las rameras medievales. Muchas de ellas abandonaban el señuelo del ramo en el quicio de la puerta y se enrolaban en los ejércitos, detrás de la infantería, para solazar a los soldados. Llevaban el pelo provocativamente suelto. Y así como el abanderado alzaba al aire la identificación ducal y ondeaba el signo de su señor, la ramera ondeaba sus ondulaciones como un estandarte de prostitución y desestima. Así que las damas no enseñaban el pelo ni a la de tres. Bien recogido y bien tocadas (cubiertas con toca, se entiende). No tienes más que contemplar la perfección pictórica de los cuadros de Pollaiolo, esos retratos de damas pertenecientes a la refinada aristocracia florentina, de primorosos moños recogidos en redecillas orladas de pedrería y honestidad. De manera que mientras las rameras dejaban bien a la vista, las cuitadas, el pelo de la dehesa concupiscente, las señoras lo ocultaban tenazmente para dejárselo cortar, hábiles y prudentes, en la intimidad de sus aposentos y lascivias.
Siempre ha sido así, amigo. Y siempre será. Y aunque no soy nadie, ciertamente, para lanzar requerimientos y consejas, ándate con cuidado. La idiocia andante, que trota a lomos de un Rocinante literario más bufón que inepto, te señalará con su lanza en ristre y azuzará su perro ladrador, y hará ver a los demás que tú también llevas el pelo de la dehesa. Y lo hará ver con alharacas de aplauso o con diatribas descalificatorias, según te consideren dama o puta. A pesar de que igualmente ardan los crepúsculos tras el pelo de ambas.

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