sábado, 15 de agosto de 2009

LA TRANSGRESIÓN
(17-12-1999)
JUAN GARODRI



Si a ti, amigo, te da un día la tontuna lectora y te agarras a leer el Discours sur l’origine et le fondement de l’inegalité parmi les hommes (toma finura citadora y culta), esa tesis escrita por el cuco de Jean Jacques Rousseau en 1754 para el concurso convocado por la Academia de Dijon (no se la premiaron, naturalmente, los jurados nunca premian las obras en las que se desparrama la audacia, mucho menos la provocación), pues si vas y te pones a leer, repito, el Discurso sobre el origen de la desigualdad, observarás que Rousseau propone ideas revolucionarias y alarmantes, como esa de que la propiedad es un robo, y otras en las que arremete contra el abuso legislador de los ricos, que acaparan sus derechos exclusivos, o la transformación del poder legítimo en poder arbitrario, que hace señores y esclavos, ideas más desprestigiadas hoy que el pijama de Tarzán, y si no que se lo pregunten a los jetas de las stock options, que no ceden, ideas bien asimiladas por Carlos Marx que se entretuvo en plagiarlas y con la inestimable, que se dice, ayuda de Engels, se dedicó a deslumbrar al personal con lo de su materialismo histórico/dialéctico (más vale que le hubiera pagado el salario a la criada en vez de hacerle un hijo, según dicen las malas lenguas liberalonas y pérfidamente biográficas, que de todo hay).
Pero bueno, a lo que iba. Rousseau fue un transgresor, en el sentido utópico del término, no sólo porque se opusiera al hecho de la desaparición de la libertad y la igualdad naturales, sino también porque sostenía ideas contrarias a todo lo establecido. Rousseau se aficionó a la transgresión (de transgredi, ‘ir más allá de’) hasta el punto de que se le ocurrió educar a la patulea infantil y adolescente dentro de la antinorma, cosa que escandalizó sobremanera al personal pensador, establecido y gobernante. Y así, no tienes más que echar mano del Emilio y abres algunas páginas y lees que «el alumno no deberá ser educado para un oficio concreto; se trata de hacer de él un hombre [...] Se suprimirán los libros, que son ininteligibles para el niño, y se dejará que la propia experiencia le proporcione las nociones elementales». No sé por qué, pero esto me suena ligeramente a la idea constructivista de la Logse, eso de que el niño, a partir de sus ideas previas, vaya construyendo sus propios conocimientos... Lo turbio del asunto (viniendo a nuestros días) reside en el hecho de que, a lo que parece, la ensalada actualmente transgresora fundamenta el hecho anómalo, en tanto en cuanto discrepa de la regla, en considerar la transgresión, de tan repetida y permitida, en un derecho al que se acoge el personal cada vez que le sale de la pera ponerse a transgredir. En este sentido, el día 28 de noviembre escribía el director de este periódico un artículo titulado “La juventud que hemos hecho”, en el que exponía su preocupación por la acción transgresora de esos niñatos que atemorizan con sus ciclomotores a automovilistas y peatones, como si los semáforos fueran las desvaídas luminarias de sus particulares discotecas, y los tubos de escape los bafles de sus decibelios. (El comentario comparativo es mío, no son palabras de TRN). Bien. Ese saltarse a la torera la norma porque sí, “porque aquí no pasa nada”, ese acto transgresor, es sentido por el personal como un derecho callejero adquirido y propio, por repetitivo, (derecho consuetudinario, creo que lo llamaban antes) del que luego resulta difícil descabalgar al poseedor.
Otro aspecto del derecho a la transgresión es la violencia. Los idiotipos preconizados por la teletontuna imperante, esos culimajos de la violencia perfectamente diseñados por guionistas esquizofrénicos, reparten tiros y patadas sin cesar hasta que logran colocar en el gentío la perversión de los sentimientos. La impunidad con que las distintas cadenas emiten en la franja de protección al menor secuencias con homicidios, secuestros, actos de vandalismo, agresiones sexuales, golpes y otras formas de violencia, demuestra que el hecho transgresor va transformándose en un derecho acomodado en la permisividad.
Y qué decir del derecho a la violencia oral. Cada quisque soporta sus particulares e íntimas corrupciones como si se tratara de gusanos pertinaces. De manera que no hay más remedio que echar fuera la fetidez de los resentimientos a base de proclamas vociferantes e injuriosas. Bueno, lo de hijo de puta es que se ha quedado así de encogido al lado del “marrano” etimológicamente explicativo que soltó doña Enedina en el Congreso hace pocas fechas. Imagínate si cada cual fuese explicando por ahí el étimo del que procede su insulto, la calle dejaría de ser un tejado de gatos rabiosos y se transformaría en una extraña abundancia de improperios doctamente filológicos.
En fin. Que Rousseau, aquel utópico de la transgresión, no hubiera podido imaginar, ni loco, la que iba a liarse en el futuro.
(Aunque pienso, no sé, que es discutible atribuir a las personas el derecho a la transgresión, porque el concepto en si mismo considerado es inocuo, es decir, a mi pueden parecerme trasgresores sus actos, pero no se lo parecen a ellos mismos, puede ser, con lo cual el hecho de la transgresión, o la cualidad que se le atribuye, desaparece de sus agentes...).

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