miércoles, 26 de agosto de 2009

LA RAYA EN EL AGUA
(20-5-2001)
JUAN GARODRI

Esa es la frontera que separa la vida de la muerte, una raya en el agua. Porque no hay mayor ilusión, incluso geográfica, que el establecimiento de una frontera. Los seres humanos se han empeñado constantemente en el hecho ilusorio de la delimitación. Y se obstinan en fijar la frontera entre la luz y la sombra, siendo así que resulta imposible concretar con precisión el límite de la luz, esa difusión de la claridad que acaba por incrustarse en el abrazo de la sombra y, por la misma razón cromática, igualmente imposible resulta precisar el límite de la sombra, ese momento en el que la oscuridad se disuelve para sobrevivir en el regazo de la luz. Otra obstinación consiste en establecer la frontera entre el bien y el mal. Desde la concepción aristotélica del bien como lo bello hasta la postura teleológica de Leibniz que considera el bien como lo mejor, el bien ha sido considerado, casi siempre en oposición al mal, como eudemonía, como contemplación de la verdad, como eros, como fin, como principio de la moralidad, como identificación con la naturaleza, como idéntico con el uno, como ley eterna, como ley natural, como logos, como justo medio (mesotes), como nobleza, como placer, como razón, como saber, como ser y como voluntad de Dios. Y, así mismo, el mal ha sido considerado como algo dominante en cada uno de los contrarios que se oponen a lo citado en la apresurada enumeración anterior. ¿Cuándo, al acercarse el momento de la penumbra, algo deja de ser luz para convertirse en sombra? Habría que situarse en un fantástico justo medio que mantuviese una imposible perpetuidad semi iluminada. ¿Cuándo, al aparecer el devenir moral (y me refiero con ello al ámbito de las conductas, no sólo a la conceptualización ética) algo deja de pertenecer a lo que se considera como 'el bien' para pasar a formar parte de lo considerado como 'el mal'? Habría que mantenerse en un inverosímil justo medio (el mesotes aristotélico) que revelase la noción de virtud de un modo originario. Pero para eso habría que saber determinar ese justo medio, y para saber determinar el medio habría que saber antes qué es la virtud (el bien) y qué el vicio (el mal).
Una raya en el agua. Eso es la frontera entre la luz y la sombra, entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. Sobre todo entre la vida y la muerte. Siempre he recordado, no sé por qué, quizá una premonición, aquello del Kempis (ahora que andan traduciéndolo y editándolo) cuando advertía acerca de la presencia repentina de la muerte: «Y uno comiendo se quedó pasmado». Así que yo estaba rematando mi último poemario y me telefoneó Esther, Es el Día del Centro y se hace el homenaje a doña Flory, me dijo, estoy en el Colegio y vamos a tomar unas copas antes de comer, vente para acá. Y para allá me fui. En la planta baja del Colegio, las exposiciones mostraban el trabajo de los alumnos, paneles con dibujos, con recortes, con fotografías, exaltaban los sentimientos solidarios, la igualdad sexual, el deseo de paz universal, el entusiasmo regional, la alabanza local. En un aula, la Guardia civil había montado una excelente exposición del SEPRONA, acompañada de bebidas y aperitivos para invitar a los visitantes. Mi hermano, siempre magnificador de mis cualidades, me presentó al capitán como si yo fuera personaje importante, y tomamos unos vinos. Ya se sabe, en esas ocasiones de alterne social uno se desplaza de acá para allá, saludando a unos y a otros, tocando las teclas de todos los temas como si en los resortes de cada encendida conversación residieran las patentes de la calidad o la clave enigmática de los conocimientos. Y el personal opina y se empeña en mostrar la superficie cosmética de sus experiencias conceptuales, o sentimentales, y a ver qué hace uno, no hay más remedio que entrar al trapo de la contemporización. El comedor se encuentra situado en la primera planta, así que subimos a comer. Los entremeses, excelentes; el lomo, suave y húmedo; el queso, recio y sabroso; el salmón, exquisito y ávido. Hacía calor. De pronto, mi cabeza empieza a dar vueltas. No había bebido más allá de tres vasos de vino, pero advertía que me encontraba bajo los efectos de una descomunal borrachera. Me estoy mareando, dije a Esther. Me sacó afuera y nos metimos en un aula. Nada más sentarme, perdí el conocimiento. Cuando lo recobré, estaba soñando, sin duda: un coche de la guardia civil me transportaba a toda velocidad al hospital. Electrocardiograma, analítica, placas de tórax y abdomen. Todo perfecto. Una lipotimia. A las dos horas, me fui para casa. Mientras tanto, los comensales se quedaron de una pieza. Mientras que yo seguía vivo, ellos me pensaban muerto. Era la ignominia de la muerte. En un instante, uno deja de ser persona y se convierte en un saco de patatas de setenta y ocho kilos. Eso pesaban mis restos cuando me trasladaban escaleras abajo, los ojos vueltos, la boca espumosa, humillado por el abandono surrealista que se compadece en los cuerpos con la obscenidad de la muerte. Me cargué la función y reventé el homenaje a doña Flory. Todo el mundo había perdido el apetito porque la muerte planeaba cerca. La idea de la muerte, ruidosa y cercana, planeaba sobre las cabezas, atraía el temor de las miradas como lo atraían aquellas avionetas ruidosas de la Primera Guerra Mundial. Era la muerte. De manera que la muerte, esa abstracción que se piensa lejana, esa realidad que únicamente se considera adventicia cuando es cosa de los otros, la muerte andaba cerca, recorría la proximidad de las conjeturas, rondaba los linderos de cada uno con la insistencia de las abstracciones que se concretan. Finalmente, mi hermano José Luis volvió del hospital y dio al personal la buena nueva: todo había sido un susto. Tras celebrar la noticia con un nutrido aplauso (lo agradezco), cada cual se fue acomodando a las exigencias de su apetito hasta terminar la comida. La idea de la muerte se alejaba y se diluía tal como las figuras se diluyen en medio de la niebla.
Una raya en el agua. La inútil insistencia de mantener los límites es simultáneamente anulada por la superficie líquida. Esa es la frontera que separa la vida de la muerte, esa raya en el agua.

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