viernes, 14 de agosto de 2009

LOS OLORES
(18-7-1999)
JUAN GARODRI


Por más que echo la cabeza hacia atrás y elevo la nariz en gesto levemente oliscante, no llego a apreciar la relación que pueda existir entre el olor y los pactos postelectorales. O tal vez sí. Pero, en fin, estos días se ha llegado a decir que ‘algo huele a podrido’ en muchos Ayuntamientos, tal vez en algunas Diputaciones Provinciales y quizá en algún Parlamento Autonómico.
Se mire como se mire, es muy difícil delimitar los olores. Y aunque la moda disponga de particulares (y singulares) parámetros para clasificarlos, no hay ojo ni olfato que concrete su dimensión. (Desde luego, el ojo se siente incapaz de tan sutil tarea. Imagínate si pudieran visualizarse los olores: el personal saldría de estampida ante la proximidad de algunos para huir de su halo corrompido o, por el contrario, correría presuroso para aproximarse al manantial perfumado de otros).
Como quiera que sea, goza el olor de una atribución positiva o negativa, ya se dijo, según el personal lo relacione con referentes del mundo de la belleza, de la moda o de la política. Y así, el culimajo relucientemente remojado con uno de esos perfumes que irradian masculinidad (a diez o doce mil pelas los 75 ml., no menos) se cree transportado a las alturas de la conquista fácilmente amorosa. Y las culifinas bañadas en fragancias silvestres y marítimas (a quince o dieciséis mil pelas los 50 ml., no menos) se consideran dotadas de un atractivo sexualmente cinematográfico y determinante. Y los politic(astr)os untados con la aceitosa crema de los pactos postelectorales se autoestiman como nimbados con el aroma de una gobernabilidad rezongante y jubilosa. Y el personal que hizo cola ante las urnas, ni se entera.
Bueno, quizá sí se entera, o no. O hace como si no se enterara. Puede que esta indiferencia recidiva se deba al hecho de que los olores (políticos) constituyen un paisaje, más que una costumbre olfativa, y el gentío está tan habituado a ellos que prácticamente los ignora, no por inadvertencia y desconocimiento o por incapacidad para diferenciar unos olores de otros, sino más bien porque la convivencia diaria con ellos los ha transmutado en elementos tan naturales como puedan serlo el sol o el aire, de forma que los olores (políticos) transmigran de un partido a otro como en una ingrávida e insólita metempsícosis olfatoria, y de la misma manera que no se ven aquellos objetos con los que diariamente se convive aunque se echen de menos si llegaran a desaparecer, así el personal no suele advertir, salvo excepción, la constante presencia de los olores (políticos), esa presencia que gravita sobre pactos y componendas.
Y hay quien asegura que todo esto de los pactos se parece lejanamente al saqueo vandálico a que era sometida la población después de la batalla: el personal se refugiaba en el bosque o en la lejanía de las montañas y dejaba al vencedor la posesión de sus enseres (la posesión de los votos), qué remedio. También se parece al reparto de la tarta entre niños maleducados, bien nutridos de empujones y descalificaciones, mientras lanzan pedorretas vindicatorias al perdedor o al que se ha dejado arrebatar la porción de melaza. Y hay más. Hay quien afirma (tal vez hiperbólicamente o resentidamente o anárquicamente) que esto de los pactos se parece al revoloteo persistente y díptero, tal vez asqueroso, de las moscas alrededor de la mierda. De ahí lo del olor. Pero yo creo que exageran.
Hay otra especulación depresiva de los resultados electorales. Es la de aquéllos que consideran los pactos como una reproducción de esos documentales televisivos sobre animales salvajes en que los depredadores (leones, leopardos y así) acosan y derriban una hermosa cebra, por poner un ejemplo, la matan, la descuartizan, se la zampan y, sin demasiados miramientos, se reparten los despojos, si es que sobran, para sobrevivir. Tal acontece —dicen, y ya es tener mala leche— con la depredación democrática: descuartizan las mayorías naturales, se zampan los pactos anti natura como si fuese el asado de Pascua y se reparten, en fin, los intestinos electorales, que son los votos. De esta manera se alimentan y sobreviven democráticamente. Y en esos momentos del eructo digestivo, ¿quién se acuerda de los electores si es la hora inmisericorde de los pactos? ¿En qué se fundamenta el reparto: en la voluntad de la ciudadanía o en el acoso y derribo del contrario? ¿En el bienestar general o en el aprovechamiento carroñero de los despojos?
Lo ha escrito Cándido hace poco. Hay veces en que se pasa «del altar de la urna a la alcantarilla de los pactos». De ahí, tal vez, salgan los olores.

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