viernes, 14 de agosto de 2009

LA FOTOGRAFÍA
(30-5-99)
JUAN GARODRI



De la misma forma que las Autoridades Sanitarias advierten que el tabaco perjudica seriamente la salud, y andan a la greña hipócritamente proteccionista para prohibir o no su consumo (en USA principalmente: no prohíben, sin embargo, la fabricación y libre venta de armas, listos que son ellos, aunque su uso indiscriminado haya provocado la muerte de cientos de miles de seres humanos, etc.), de la misma forma, te decía, la susodichas Autoridades Sanitarias, tan preocupadas de que el gentío alcance la salvación salutífera, deberían advertir al personal acerca del perjuicio afectivo y taquicárdico que produce la nostalgia.
Y es que debería de estar prohibida la nostalgia. Ay, amigo, no sabes bien la infinita nostalgia que endulza los recuerdos cuando contemplo la fotografía que mi hermana Matilde conserva en su álbum familiar. Representa a un niño de seis años, de frente sorprendida y ojos muy abiertos, vestido con traje azul marino, esos trajecitos con los que se disfrazaba a los niños para estimular en ellos la inocencia de un protagonismo inesperado y sorprendente. Era un protagonismo, sin embargo, reducido y humilde, un protagonismo al que le era imposible exceder los límites de la tela azul del traje, acotada por el blanco glorioso de los zapatos, el cordoncillo de la cruz dorado, la limpieza de los guantes, la opulencia del rosario y el lujo del libro religioso con tapas de nácar. Un protagonismo, en definitiva, con esa característica en blanco y negro atribuida a las escasas posibilidades de la humildad económica. Es la única fotografía que existe de mi primera comunión.
Así y todo, qué quieres que te diga, con ese apresuramiento engañoso de la publicidad y la horterada, hoy se ha desplazado el hecho protagonista hasta el punto de que el niño es el pretexto para el protagonismo de los padres. De manera que la fotografía (social) es la de los padres. Esa es la verdadera fotografía.
Y a pesar de que el niño ha permanecido durante dos años en la instrucción catequética para que su conceptualización admita, en lo posible, la importancia teológica de la Eucaristía, llega el Día de su Primera Comunión y se le viene abajo el tal vez atractivo misterio religioso (todos los niños se sienten atraídos por lo misterioso ¿no?), aturdidos por la pretenciosa voracidad social de los padres, con lo que el trabajo dignamente desinteresado, generoso y discreto de los catequistas queda reducido a un recuerdo semidocente y enigmático, olvidado en la penumbra olorosa de los bancos de la iglesia.
Volviendo a la fotografía (social) de los padres, el álbum familiar se incrementa de manera notoria porque los tíos, primos y demás familia, además de arrimados y vecinos, animados por un sorprendente sarpullido artístico y acuciados por una vanidosa pulsión de apariencia económica, empuñan cámaras de video y disparan máquinas fotográficas con la misma intensidad con que un soldado esquizofrénico dispara su sofisticado rifle de multirrepetición. Y así, invaden la ceremonia religiosa con resplandores y relámpagos electrónicos, excesivamente reiterados, con esa apariencia de propiedad momentánea con que el carácter celtibérico dota a cualquier ciudadano para que, en determinados momentos, luzca su apariencia de dueño y señor del circo, porque el español, en general, siempre ha creído que la iglesia es cosa suya, una especie de propiedad abstracta de la que tomó posesión cuando lo bautizaron y a la que renunciará cuando lo entierren.
Volviendo a la fotografía (social) de los padres, la mayoría quedan retratados por su mismo comportamiento dispendioso y derrochador, como si cada uno de ellos hubiese adquirido, al menos momentáneamente, el poderío del rey de Roma. Y así, afirman con la jactancia de su efímero poderío económico, que lo hacen todo por el niño o la niña. Con este motivo pseudosentimental, pretenden sobresalir de la nada y encaramarse en la ficticia alegría del gasto y, de paso, darle en las narices al vecino, o al colega, o a ambos. Y le recrecen los engreimientos y vanidades cuando el primo que ha venido de Valladolid le dice admirativamente que jó, tío, si esto más que una comunión parece una boda.
Volviendo a la fotografía (social) de los padres, el colmo de los colmos, que siempre fue tirar la casa por la ventana, se reproduce con exactitud casi hiperbólica cuando los ciento veintisiete comensales se sientan a la mesa y le echan un ojo sediento y goloso a la minuta que el local —especializado en bodas, bautizos y comuniones— ofrece espectacularmente a los invitados. A saber, bebidas, aperitivos de centro, fritos de cocina, jamón, cuñas de queso y lomo embuchado, tacita de caldo al jerez, mariscada, sorbete de limón, pierna de choto lechal asada, postre, tarta de comunión, café y sidra. Mientras los asistentes a tan señalado acto se ponen morados y engullen las viandas entre risotadas y otras ingeniosidades, el niño o la niña corretea su propio olvido entre las mesas y las manchas que la salpicadura del langostino ha esparcido en sus pecheras.
Dentro de tanto poderío arrebatador y gastronómico, hay un detalle que se me ha pasado por alto. Éste: la pierna de choto lechal asada estaba guarnecida con patatas ‘a lo pobre’. Menos mal.

No hay comentarios: