lunes, 24 de agosto de 2009

LA CULTURA DE LA QUEJA
(15-4-2001)
JUAN GARODRI

Ya sé que hay a quien no le gusta Borges, pero a mí me deslumbra su extraordinaria (fuera de lo ordinario) capacidad narrativa, esa línea antigua de tradición intelectual en la que la realidad sólo es en cuanto un sujeto la conoce y tal como éste la percibe, aunque se halle también dentro de una actitud humana moderna: el hombre, al estar perdido en el mundo, sufre angustia. En el caso de Borges esa angustia es hasta cierto punto controlada por la razón y la imaginación que proponen sustitutos para salir de ella. Esta concepción del mundo como un caos está patente en la mayoría de sus narraciones. En La busca de Averroes, por ejemplo, Borges expone la irrealidad del devenir, del acontecer, de los hechos e incluso de las actitudes, mentales y físicas, de los mortales, encerrado todo en un amplio, vertiginoso y rutilante círculo de verosimilitud, prisionera la idea por la palabra, convirtiendo la palabra en verdugo de la idea que pugna por eludir el marco de la página: "No se puede contar cómo era esa casa, que más bien era un solo cuarto... Las personas padecían prisiones y nadie veía la cárcel; cabalgaban, pero no se percibía el caballo; combatían, pero las espadas eran de caña; morían y después estaban de pie".
Averroes busca la verdad, pero no la halla en la disquisición teológica, ni en la discusión literaria, ni en la narración del apólogo, ni en la dilatación del tiempo. La verdad está en el destino, fuerte y torpe, inocente e inhumano, que determina fatalmente que una misma persona sea a la vez otra persona anterior y otra persona futurible.
Se me antoja pensar que la persona corriente, la persona normal (que se atiene a las normas), la de la calle, la persona que cada día anda sometida a los quehaceres rutinarios y desasosegantes, esa persona como tú y como yo, en definitiva, también percibe el mundo como un caos, como un lío gigantesco y globalizado, percepción que le produce un sarpullido de angustia y que le impulsa a salir de ese mundo en el que se encuentra perdida y atrapada. Y la única salida es encontrar sustitutos que la alejen del horror.
De entre los varios sustitutos posibles, elige uno: la queja. La queja se ha convertido en una segunda piel, en un revestimiento que cubre la duplicidad del desquiciamiento, ese que distorsiona el tranquilo acontecer de los días. Así que todo el mundo se queja. Y el personal se viste la queja para relacionarse cuando salga a la calle tal como se viste el chandal dominguero para salir a hacer footing, porque la queja es el sorprendente chandal acrílico de la relación acerera. En toda queja subyace y permanece latente, como el aguijón de la avispa a punto de ataque, la búsqueda de la verdad, al menos la búsqueda de lo que cada cual considera como verdad. Y como resulta tan realmente dificultoso el encuentro con la verdad ( la verdad de las relaciones personales, la verdad de las relaciones sociales, de las relaciones comerciales, de las relaciones laborales, de las relaciones políticas, de las relaciones festivas, de las relaciones deportivas), todo el mundo se queja. La queja es la trasposición en forma de aspavientos de lo que el personal busca y no encuentra, de lo que le han ofrecido como verdadero y en su lugar encuentra lo impreciso, de lo que le han ofrecido como auténtico y en su lugar encuentra lo ilegítimo. (Auténtico, lo sustentado en la autoridad o fiabilidad de quien ofrece).
De manera que el personal se queja de los jueces y de la poca credibilidad que le merece la justicia. Se queja de los políticos y de la escasa confianza que le merece su gestión. Se queja del profesorado y de la voluble precisión de las calificaciones. Se queja del carpintero, del fontanero, del automovilista, que los tiene de plomo, el tío, ahí atravesado en mitad de la calle. Se queja del vecino, del paseante y de la señora del perrito que tiene la cara dura (la señora) de sacarlo a la acera para que deposite sus defecaciones vespertinas. La queja se agazapa bajo la piel de cada uno para ver si consigue a través de su expresión externa determinarse como persona, equilibrarse, llegar a conseguir el afianzamiento de la actitud, el alcance de la verosimilitud de las acciones individuales o colectivas. Propiamente, quien se queja no pretende el hundimiento de aquél o aquello a que va dirigida la queja, pretende, más bien, conseguir el refuerzo de su personalidad puesto que se siente sutilmente poderoso en tanto en cuanto es libre para manifestar la queja. Pretende, en definitiva, echar fuera la onerosa duplicidad de su orgullo y su miseria.
El insulto es la construcción más rudimentaria de la queja. Si pongo un ejemplo, tal vez el rollo disquisitivo resulte menos fastidioso. Los espectadores y el árbitro. Para quejarse, los espectadores suelen dirigirse al árbitro con el insulto de ¡hijo de puta!. La frase está tan pisoteada, que su contenido léxico apenas sugiere significado alguno, quiere decirse, apenas sugiere otros significados peyorativos que los que cada cual quiera atribuirle, dado que su propia distribución generalizada en el ámbito de la comunicación oral espontánea la ha desacreditado hasta el punto de no significar ya nada. La peculiaridad hiriente del insulto reside, pues, no en la certidumbre del puterío de la madre (descartado) sino en la atribución de discapacidad profesional que incluye al colegiado en el desolado sanatorio de la paraplejia arbitral. De esta manera estentórea, la queja insultante, el espectador se desdobla, reafirma su personalidad y anula su pasado reciente, o recentísimo, y se convierte en una especie de vigoroso demiurgo capacitado para anular la personalidad del prójimo. Así que la realidad sólo existe tal como el sujeto la percibe. Con eso se conforma y se aplaca.
La queja, el sustituto para salir de la angustia.
Fin.

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