domingo, 23 de agosto de 2009

FÚTBOL Y PARALITURGIA
(11-3-2001)
JUAN GARODRI


Desde que Jenófanes el Eleata, allá por el s. V a.C., elaborara una especie de filosofía de la religión, diciendo cosas como que «los dioses están cortados por el patrón de los hombres», hasta que en el siglo XIX Ludwig Feuerbach se empeñara en sistematizar el «absurdo del absoluto» para derrocar el dualismo de religión sobrenatural y mundo sensible, los hombres no han parado en su intento por desmitificar lo religioso y enterrar de una vez el difunto espíritu de la teología. Y así, los pensadores modernos (Kant, Schleirmacher, Locke, Rousseau, Marx, Kierkegaard, Lenin, Vaihinger o Unamuno, por citar algunos) elaboran una filosofía de la religión a base de determinar una solución negativa al problema de la esencia de lo religioso, retorcidos unos por la duda y anclados otros en el descreimiento. En consecuencia, poco a poco se extendió el agnosticismo como un lento río de dudas y aprensiones, porque a ver cómo se solucionaba si no el problema de la ciencia, y el personal empezó a pensar que la religión y, en definitiva, el hecho religioso, era cosa que apenas tenía que ver con uno mismo, acuciado como andaba el gentío por problemas tan reales como el cientificismo tecnológico o la economía.
Pues mira tú por donde, a mí me parece que no. ¿Por qué? Porque entonces no existía la cosa del fútbol. Vamos, que se han equivocado los sabios, o séase, que la han cagado, por mucho que los productos de sus preclaras inteligencias aparezcan sistematizados en los manuales de historia de la filosofía. Quiero decir, a través de estas irreverencias filosóficas, que dichos filósofos no profundizaron en una constante vital, esa que define al hombre como hombre: la sed de trascendencia. Te ruego que disculpes la sonoridad rimbombante de la frase, pero pienso que no ando descaminado. De siempre, el hombre ha mantenido relaciones con la divinidad, es decir, con algo superior y exterior a él mismo, con algo que lo trasciende. Es más, el hombre se ha entregado casi ciegamente, ha entregado su ser a esa trascendencia, se ha abandonado en ella, en una especie de suicidio del alma, tal como dijo Camus. En todas las culturas, en todas las épocas, el hombre ha tendido a una relación con “lo Otro”, aunque esta relación haya sido casi siempre de sometimiento, de temor o miedo al castigo, de liturgias para atraer la protección divina, de oraciones para alejar el hostigamiento del mal. Si en otros tiempos el gentío se aferraba a la religión (a sus ritos, más bien) para superar la efímera contingencia de lo cotidiano, hoy día, rechazada la religión si no como un concepto sí al menos como una práctica, rechazada como algo que se considera retrógrado o no progresista, ha surgido hoy día, ya digo, un nuevo movimiento religioso, una nueva religión que ayuda al personal a superar sus frustraciones y rencores diarios, una nueva religión con más fuerza, si cabe, que las religiones tradicionales: se nos ha aparecido el fútbol.
Pensarás que estoy frivolizando el tema religioso, pero no. A poco que te detengas a observar cualquier acontecimiento futbolístico, caerás en la cuenta del extraordinario parecido que se corresponde, con minuciosa fidelidad de calcomanía, entre el lance futbolístico y el acontecimiento religioso. Mientras la liturgia inicia la acción religiosa con cánticos popularizados para desperezar la fe, la unidad, la fraternidad de los asistentes y favorecer la plegaria (Juntos como hermanos / miembros de una iglesia / vamos caminando / al encuentro del Señor...), los organizadores del evento futbolístico largan a todo meter los decibelios de los altavoces y resuena por el campo de fútbol la atronadora melodía de los himnos, esos aperitivos musicales utilizados para desentumecer las gargantas y disponerlas al grito o al insulto (Hala Madriiiiid, hala Madriiiid / a vencer en buena liiid, etc —Atleeeti, Atleeeti / Atlético de Madriiid, etc). Los estadartes, escapularios, albas, casullas, roquetes, imágenes, estampas y reproducciones religiosas, se corresponden con bufandas, chalecos, gorros, camisetas, cromos y otras reproducciones futboleras. Las catedrales y los estadios, las iglesias y los campos de fútbol, las ermitas y la era para patear un balón. Los santos patronos son Raúl y Figo o Roberto Carlos, Rivaldo o Guardiola, Djalminha o Mendieta (omito deliberadamente el juego de palabras del exorcizado Losantos, símbolo de un demonio concreto y desavisado). El árbitro es el ángel malo, un satanás redivivo al que hay que conjurar con el agua bendita del insulto. El gol es el ángel bueno, ese resplandor incandescente que se cuela en las gargantas para la salvación de tantos. Es admirable, por otra parte, el espíritu guerrero y combativo de la terminología futbolística: ariete, defensa, ataque contra la escuadra enemiga, de la misma manera que el espíritu del hombre religioso era combativo contra el pecado, tal como Íñigo de Loyola lo diseñó en sus Exercicios. La lucha contra el enemigo es a muerte, no hay más que recordar el gol anulado a Rivaldo el día del derby del milenio, ¿gol, robo o conspiración?, gol que trae de cabeza a la casuística futbolera de toda España, lo cual que se corresponde el interrogante con el de )es pecado bailar, no es pecado bailar? que traía por la calle de la amargura espiritual a los moralistas de otras épocas. Efectivamente, el pecado futbolístico consistió en el hecho de admitir si Rivaldo la metió o no la metió a consecuencia de su chutazo, de la misma forma que en la casuística moral los entendidos trataban minuciosamente de elucidar si se metía o no se metía a consecuencia del chutazo en el abrazo del baile.
No olvides, por otra parte, el fundamentalismo futbolero, comparable al religioso. A alguien conozco que estaría dispuesto a dar parte de su vida, incluso de su hacienda (150.000 pelas por una entrada supone parte de la hacienda individual, digo yo), con tal de ver morir al Barça entre los atroces tormentos del descrédito y la descomposición futbolística, hundido en la miseria de la cola clasificatoria.
Coloquio. ¿Necesita o no necesita el hombre algo que lo trascienda, algo en qué creer, algo a lo que aferrarse para superar, más o menos equilibradamente las humanas contingencias? (Quién le iba a decir a Feuerbach que su «absurdo del absoluto» iba a ser superado por un cuero hinchado de aire! Ahí queda la idea para algún aficionado a las tesis doctorales.

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