viernes, 14 de agosto de 2009

EL CHISTE DE LA BOMBILLA
(27-8-1999)
JUAN GARODRI


En la época de Ceaucescu, yo también estuve en Rumania y en los Cárpatos, visita obligada. Santiago Carrillo y Gerardo Iglesias se aireaban por allí aquel verano, según el guía nativo, un tipo nervioso y hablador que pretendía comprarme a toda costa la horrible camisa que yo vestía: color amarillo desvaído con vaporosas y verticales rayitas azules. Me ofrecía por ella 1.500 lei. En Transilvania —después de subir y bajar sin descanso los escalerones solariegos del caserón del Conde Drácula— me dio la matraca con lo de la camisa. Como no le hacía mucho caso, intentaba bienquistarme contándome chistes y chascarrillos contra el sistema, mientras miraba con recelo a un lado y a otro para esquivar la vigilancia policíaca que pululaba como las ortigas. Ese arriesgado suicidio verbal del guía a mí me ponía en un brete. Porque, si nos pillaban carcajeándonos a costa de la patria, él se ganaba un seguro puesto de picapedrero en las canteras de Constanza y a mí me enchironaban hasta que apareciese el Cónsul de España a dar la cara por un compatriota desaprensivamente non grato. Y te facturaban en el avión de vuelta.
La base narrativa de la que se nutrían las ingeniosidades irónicamente antipatrióticas del guía estaba entresacada de la masa funcionarial. Y es que nada más bajar del avión en el aeropuerto, te envolvía una caterva verdosa de policías, con su metralleta y todo, que no te dejaba respirar hasta que mostrabas el visado. Cientos de funcionarios, o lo que fueran, vigilaban, oteaban, fisgaban en tu maleta y en tu bolsa de viaje, de manera que se te revolvían las tripas con una extraña sensación de delincuencia y extranjería, esa agitación interior característica del pardillo cazado en la trampa.
El guía me aseguraba que Rumania era el país del mundo en el que más funcionarios pastaban en las praderas del Estado. Así que arreaba contra ellos y me contaba ampulosamente el chiste de la bombilla. Era el que más gracia le hacía, autocomplacido en el esplendor de sus propias palabras. Así que —proclamaba enfáticamente— en cada oficina sesteaban, al menos, veintiséis funcionarios. Ante mi gesto de incredulidad, afirmaba que eran necesarios para colocar la bombilla. Dos veces al día había que quitar y poner una bombilla nueva. Un funcionario se subía a la mesa y sujetaba fuertemente la bombilla con la mano. Nueve funcionarios levantaban la mesa del suelo y la giraban sobre su eje hasta que la bombilla se desenroscaba. Cinco funcionarios salían a comprar otra bombilla: uno presentaba las credenciales en la intendencia estatal, otro la solicitaba por escrito, otro sellaba el cheque, otro la recogía y otro la portaba hasta la oficina. A su regreso, los diez restantes realizaban la operación de colocar la bombilla: uno se subía a la mesa y los otros nueve la hacían girar, etc. Finalmente, el decimosexto funcionario, que era el jefe, se dedicaba a la minuciosa tarea de redactar por escrito el informe de la operación para presentarlo a la superioridad.
Dejando a un lado los jé, jé, retóricos con que yo acompañaba la gracia eslava que sacudía los abdominales del guía, no dejo de pensar en la noticia. Actual. De ahora mismo. Una noticia nuestra. De España. Más de 250.000 funcionarios han pasado a engrosar las listas de empleados públicos desde 1991. Pero, con serlo, no es eso lo sorprendente o preocupante. Lo sorprendente es que las Comunidades Autónomas —una de cuyas funciones, nos dijeron, era la descentralización, la transparencia, la licuescencia, la fluidez burocrática, digamos— han creado 189.700 plazas de funcionarios, 15 por cada uno de la Administración Central, en el mismo período de tiempo. Y los Ayuntamientos y Corporaciones Locales no se han quedado atrás: 61.500 funcionarios en nueve años. Horror. Digo yo que la cosa rozaría los límites del absurdo si el absurdo, en cuanto abstracción, pudiera encajonarse entre la señalización de unos límites. Porque el hecho pintoresco de la cabeza de ratón preferible a la cola de león se ha estirado en demasía y se ha dado (o la han dado) de sí más que un jersey del 68, aquella lana del cuello alto. No se puede inflar tanto una cabeza de ratón. A no ser que la política regionalista se haya convertido en un cómic peliculero y se haya desmadrado con la rutilancia apoteósica de Disney World, que es el especialista mundial en hincharlo todo. Hasta la cabeza del desdichado Micky Mouse, ratón venido a menos.
¿Llegará el día en que nos suban los impuestos para pagar a los funcionarios que se necesitan para gestionar los impuestos que se necesitan para pagar a los funcionarios que se necesitan para gestionar los impuestos que se necesitan para pagar ...? No sé, amigo. Y, aunque yo también soy funcionario, te sugiero que no olvides, por si acaso, lo de la bombilla.

No hay comentarios: