domingo, 16 de agosto de 2009


UFANÍA DE LAS CITAS
(20-1-2001)
JUAN GARODRI





Bueno, es que quedas bien, bien. Eres consciente de lo poco que das de ti, de la miseria de tus conocimientos, de la frágil mariposa de tus vaguedades, eres consciente de tus limitaciones y escaseces, y entonces vas y echas mano de la cita, esa reluciente tabla de surfing que sostiene tu indigencia conceptual y te empuja entre las olas de la ligereza erudita. En fin, la ufanía de las citas.
Ya lo hemos comentado otras veces, no sé si lo recuerdas. Las citas dejan de poseer su cualidad si los nombres de los autores citados no poseen fonética anglosajona, mejor cuanto más impronunciable. Las citas reciben el halagador atributo de la importancia en proporción directa a la cualidad prodigiosa de su rareza (hay escritores, dígase lo que se diga, que utilizarán la cita para consolidar su ego, ese globo infantil peligrosamente hinchado con el oxígeno de la petulancia. La cita pretenderá, además, golpear la coronilla de la sorpresa). Si citas a Antonio Gala, a Vizcaíno Casas o a Pérez Reverte, por poner unos ejemplos, manifiestas una especie de evacuación cultural apresurada y frívola, provocada por una repentina hipercloridia de garrulería libresca. Y no solo por la llaneza fonética y castellana de sus nombres sino, además, porque la capacidad de sorpresa que debe poseer toda cita queda automáticamente eliminada por la popularidad de sus autores, Vizcaíno y Gala, te decía, conocidos hasta por los gatos (la popularidad, ese potaje maloliente de la fama —ventas millonarias— que tantas indigestiones provoca en los estómagos ulcerosos de los letraheridos, digamos buenos escritores).
Citar a un autor, sin embargo, que tal vez lo conozca su madre, a Whoreplaymouth, por poner otro ejemplo, es señal de asentada cultura literaria. Y si es autor de obra ilegible, por plasta admirablemente singular depositada en la oquedad de la nada, mejor. ¡Qué vasta dimensión inteligente la del citador, ese tragaderas policultural que regurgita abundantes jugos gástricos para posibilitar la digestión de las proteínas literarias!. Ocurre, también, que suele citarse a algún filósofo, Platón o Aristóteles, de obra socorrida y universal (Kant, menos) e, inmediatamente, las neuronas lectoras imaginan al citador como a escribidor sesudo y epistemológico, que ni pierde el tiempo ni nada, dedicado a sus fundamentos doctrinales. Hay quien, en determinados casos, impelido por el empujón de la puesta al día televisivamente masificada, cae en el trance de la cultura episódica y cita la patética y millonaria supervivencia de los Rolling Stones (o de John Lenon, si se tercia) con caras chupadas de muertos de hambre lanzando rugidos al techno imperante. En fin, no falta quien, por citar, ha citado hasta a Boris, o a Tamara (a pesar de la colitis palabrera de la estrella de la canción actual), en un ataque espectacular e insólito de imaginación citadora.
Citar, pues, cita todo el mundo. Otra cosa es la autenticidad de la cita. Porque suele ocurrir que nadie se apresura a echar mano de antologías ni de obras originales para comprobar la paternal veracidad de la frase. No resulta extraño, por ello, que miles de citas circulen por las sufridas páginas de libros y revistas (y entre los encabezamientos y entradillas de los periódicos), sin que nadie se moleste en doblar el espinazo para descubrir en la superficie impresa del papel la huella deshonesta de alguna paternidad espumosa y espuria.
Vamos a ponernos en situación. A ti, por no ir más lejos, te encargan que escribas algo sobre un acontecimiento meteorológico, a ser posible siniestro o tremebundo, una tormenta con gran aparato eléctrico, o algo así. Para quedar bien, tienes que citar a alguien. Y empiezas a hojear la literatura anglosajona para acotar alguna cita lustrosa, de esas que te quedan situado en la cresta de la erudición lectora. Tienes que encontrar algo rotundo y desconocido, algo pour épater le paysan. Porque a ver quién se atreve a citar a algún romántico español, los más dotados para la descripción de las tormentas, por otra parte. A ver quién se atreve a citar al pobre Gustavo Adolfo Bécquer o a don José de Espronceda o a don Ángel de Saavedra y Ramírez de Baquedano, Duque de Rivas o a la ripiosa facilidad métrica de don José Zorrilla. ¡A quién se le ocurre!. Citar a autores románticos —esa imagen peculiar, afiladamente negra y mortecina, fustigada por Mesonero Romanos que desdeñaba a su sobrino por declararse hugólatra (adorador de Victor Hugo). A ver quién se atreve a citarlos. Románticos. Luna vieja y castillos. Sensiblería cansina y enamorada. Sonoridad ruinosa y dactílica. Pretensión de libertad subjetiva y correspondencias apasionadas, como si la invención literaria del mundo dependiese del estro poético. Románticos. Morralla adjetival y desesperada para pintar ese anacronismo (tan español) que pretende la exaltación de los sentimientos —brocha gorda usada a mediados del XIX para repartir pinceladas medievales con énfasis literario y decadente, una especie de contrabando estético alijado con retales ya menospreciados en Europa (el atraso secular, o sea). A ver quién se atreve. Bueno, es que caerías en un descrédito simple y corrosivo por el hecho de citar a autores propedéuticamente válidos, como mucho, para confeccionar con sus textos exámenes de literatura a alumnos de Selectividad Logse. Sin embargo, Bécquer, Espronceda, el Duque de Rivas o Zorrilla hubieran descrito perfectamente la horripilancia de aquella noche en la que emascularon a Sebastián Baranda, dotando a su miembro de verraco (se supone, porque no murió) de una disfunción eréctil sempiterna y patética.
(Pero esto es tema de un cuento que tal vez te cuente algún día).

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