lunes, 31 de agosto de 2009

MONSTRUOSA SALSA ROSA
(5-8-2001)
JUAN GARODRI

El personal se dispone a la tragantada veraniega de la salsa rosa. Todo lo embadurna la salsa rosa, esa mezcolanza de marujeo y tomate frito que chorrean las pantallas televisivas y las páginas de papel cuché. Nada ni nadie escapa a la empanada (mental) de la salsa rosa. La salsa rosa es el héroe banal que vence las acometidas del monstruo de los desasosiegos.
No sé qué clase de monstruos anidan en nuestro interior. Engendros psicológicos que se nutren de detritus íntimos, esas inquietudes que pasan desapercibidas por nuestra subconsciencia, volátiles como libélulas obsesivas, vaporosas como una pluma intrínseca y confidencial, enquistadas en las covachuelas de la personalidad, tanto tiempo escondidas, quizá desde la infancia o la adolescencia, hasta el punto de que ya no observamos sus desquiciamientos, el desquiciamiento de los monstruos que sin embargo están ahí, al acecho, por mucho que Carl G. Jung pretenda disimularlos con símbolos, El hombre y sus símbolos, dice, para justificar nuestras obsesiones.
Así que no sé qué clase de monstruos anidan en nuestro interior. Y la cosa no es de ahora. Los estratos inferiores de la geología espiritual siempre se han nutrido de monstruos. Señala Juan Eduardo Cirlot que «el enemigo quimérico —la perversión, la llamada de la locura o de la maldad per se— es el [monstruo] fundamental en la vida del hombre». Los monstruos son animales fabulosos que «ocupan en el cosmos un orden intermedio entre los seres definidos y el mundo de lo informe». No hay más que echar un vistazo a monstruos famosos como el minotauro, la hidra, el unicornio, el hipogrifo o el dragón. Figuras equívocas de dudosa ambivalencia a través de las cuales se pretendía resaltar la benignidad o la perversidad, según se tratase de definir un conjunto de cualidades consideradas como buenas o, por el contrario, un conjunto de atributos considerados como malos.
Cada monstruo, sin embargo, como protagonista de acciones definidas posee su correspondiente antagonista. Al minotauro se enfrentará Teseo para derrotarlo e impedir que siga devorando doncellas. La hidra se encontrará con Herakles que le cortará de un solo tajo las siete cabezas. El dragón acabará siendo vencido por san Jorge en una reminiscencia gótica del triunfo del bien sobre el mal.
No son más que ejemplos del empeño que el hombre ha puesto siempre en conceder a seres superiores el protagonismo de una lucha a la que él mismo no podría enfrentarse, acogotado por sus propias y continuas contingencias.
Hoy causan risa todas estas rememoraciones pseudohistóricas. Sin embargo, los monstruos siguen anidando en nuestro interior como una perversión o una locura, ese enemigo quimérico que ahoga con luz morada el alma. Aunque hoy día el halo quimérico se ha transformado en una mostruosa salsa rosa bien provista de todos los ingredientes necesarios para combatir nuestra perversidad o nuestra locura.
Y aparece la figura del héroe. El campo de batalla se reproduce en la televisión o en las páginas satinadas de la prensa rosa. Los héroes que manejan la lanza y la adarga de la información son Anne Igartiburu, Jorge Javier Vázquez, Francine Gálvez, Nuria Roca, Lydia Lozano. Todos se empeñan en destruir nuestros monstruos, esos enemigos íntimos que nos acosan con la constancia de la obstinación, esas visiones alejadas de la realidad que lanzan al aire la rutilancia de la preñez de Haydy Michel, por ejemplo, como si en los abultados epitelios de su barriga residiera la solución de nuestras perversidades, como si en las células fusiformes de su epidermis se escondiera la solución de nuestras abominaciones, como si en la secreción de las glándulas genitorias se asentara el secreto de nuestra estupefacción. Ya ha dado a luz, y la salsa rosa se evapora.
Qué otra cosa sino horror es lo que pretendemos expulsar de nosotros mismos cuando nos entregamos a la purificación de la noticia rosa, cuando nos entregamos a la facundia del héroe televisivo que lucha por nosotros contra el monstruo de nuestras propias decepciones, que nos alcanza el bienestar de saber que otros y otras quizá poseen esa dicha glamourosa de la que nosotros carecemos. Qué otra cosa sino la preñez de nuestros anhelos es lo que intentamos encontrar en la preñez fisiológica de culifinas y demás gente guapa. Qué otra cosa sino la elevación de nuestra ruin cotidianidad es a lo que aspiramos cuando seguimos la grácil figura de Eva Sannum ansiosos de presenciar algún arrumaco con el Príncipe. Qué otra cosa sino la superación de nuestras turbiedades ver cómo otros y otras se encaman, se casan, se descasan, se arrejuntan, se visten, se desnudan, se soban y se pasean en yate.
Nuestros monstruos interiores son exorcizados a través de la salsa rosa. Gracias a su aspersión rosada las siete cabezas de nuestra hidra íntima son decapitadas en medio de una apoteosis que concede la dignidad de héroes a quienes no somos más que ruines mortales. Para que luego digan que la salsa rosa no es más que una manifestación ciudadana de la subcultura y la banalidad.
Sin salsa rosa nos sería poco menos que imposible aderezar la cotidianidad de nuestras decepciones.

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