domingo, 16 de agosto de 2009

CREDIBILIDAD (y 2)
(4-2-2001)
JUAN GARODRI


Hablaba hace unos días de la credibilidad que nos merece, o no nos merece, la clase política, la credibilidad de los que mandan, por eso los llamaba mandamases, no es lo mismo mandar que gobernar, con el mandato se vinculan los subordinados, con el gobierno se corresponden los ciudadanos, el que manda busca sus propios intereses, de medro personal o de engorde del partido, intereses personales o partidistas, quizá sea mucho decir que buscan el lucro, aunque no creas, a veces ha sido y aún puede que sea así, pero al menos sí buscan la conveniencia o provecho o utilidad de la gestión en beneficio propio, o de los suyos, o del partido, así que el que manda busca sus propios intereses, te decía, en cambio el que gobierna procura el beneficio de la sociedad excluyendo el suyo propio, o excluyéndolo de forma que los ciudadanos piensen que no se aprovechan privilegiadamente sino que obtienen el beneficio de la ley a través de cauces preceptivos iguales a los de los demás, una utopía, algo que no tiene lugar, eso significa utopía, algo que no existe o algo que aparece como irrealizable en el momento de su ejecución, que se lo pregunten a Thomas Moro, mandado decapitar por Enrique VIII en 1535, que dejó escrita la célebre Utopía, una especie de novela política en la que describe irónicamente los males de la sociedad de su tiempo, afectada de escasa credibilidad, no es practicable la república ideal mientras exista el mal político, esa *acumulación de riquezas en manos de unos pocos ociosos, mientras otras clases sociales poco o nada poseen y tienen que trabajar sin descanso+, poco imaginaba Thomas Moro que el mal de las vacas locas, ya sin comillas ni nada, vendría de su propio país, que la falta de credibilidad de que hoy goza la clase política europea en general, vacas locas incluidas, vendría de su propio país, por mucho que en el Lincoln=s Inn propusieran que las bases de toda economía política tienen que dimanar de la agricultura y la economía natural. No le hicieron mucho caso sus contemporáneos, tampoco le concedieron demasiada credibilidad, su idealismo político era más platónico que maquiavélico, además Thomas Moro escribió Utopía en latín, por lo que recibió las alabanzas de Erasmo y de Luis Vives, pero obtuvo también la desatención de los ingleses, ya se sabe que los ingleses son partidarios a ultranza de la inmersión lingüística.
Es imposible conocer, nadie está dotado del don de la visión retrospectiva, qué hubiera escrito Thomas Moro de haber conocido el mal de las vacas locas, es imposible saber cómo hubiera fustigado a las instancias administrativas si hubiera conocido el horroroso suceso acaecido en el hospital de Liverpool, y en otros hospitales, en los que se extirparon órganos de niños sin permiso, un almacén aterrador de 3.500 órganos infantiles y 400 fetos que no fueron usados para la investigación, el hospital infantil Alder Hey, una cabeza seccionada como el retoño de una poda cruenta, corazones extirpados que jamás podrán sentir el amor o el odio o quizá la compasión hacia los matarifes, cerebros vaciados que jamás podrán pensar o meditar o recordar las caricias de la infancia, ojos vaciados que jamás podrán contemplar la frágil revelación de los juguetes, piernas seccionadas que jamás iniciarán el camino de la adolescencia, brazos amputados que nunca rodearán el cuello afectuoso o apasionado y blando de la madre, cómo va uno a conceder credibilidad a una gestión sanitaria que consentía la extracción de órganos sin el consentimiento de los padres con la complicidad del personal y la gerencia del hospital, ladrones que robaron la posibilidad de la ternura. Ni siquiera el desenlace de una inhumación digna le ha quedado a Janet Valentine, tres veces enterraron a su hija, o a lo que quedó de ella, indefenso cuerpecillo vacío sin corazón, sin pulmones, sin lengua, sin costillas, sin órganos sexuales. De dónde ha salido ese Dick van Veltzen, experto en la pavorosa colección de órganos infantiles, perito en sanguinolencias y disecciones, experto en el manejo del bisturí y la atrocidad, práctico en el degüello de la indefensión y el desamparo, perito en el vaciado de los cuerpos, taxidermista de la atrocidad, de dónde ha salido.
A uno le cuesta conceder el alivio de la credibilidad, a uno le cuesta entregar la escasa memoria de su credulidad. Me gustaría afirmar que quienes tejen los hilos de la alta política, nacional y europea, que quienes organizan los complicados organigramas de la ingeniería económica, que quienes interpretan en los juzgados la bondad o maldad de nuestras acciones, que quienes deciden el destino engañoso de nuestros bolsillos y desencuentros, que quienes diagnostican en los centros sanitarios la menesterosidad de nuestros cuerpos, me gustaría afirmar, ya digo, que todos ellos han perdido para siempre la capacidad de extirpar los órganos de la credibilidad ciudadana.
(Aunque sospecho que el deseo de la realidad, como toda abstracción, no deja de ser una utopía historicista).

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