jueves, 27 de agosto de 2009

QUE ALGUIEN ME DIGA
(3-6-2001)
JUAN GARODRI

Hay días en que uno se siente eufórico, esos días tontos en que te persigue un estado de ánimo propenso al optimismo, una armonía interior acompaña las cuerdas de la sensibilidad y tú eres una nota de la melodía perfecta del cosmos. Caminas a paso atlético, aprecias la escasa hermosura del entorno y te autoconsideras el rey del mambo, así que bendices bondadosamente los efluvios del horno en que se ha convertido tu coche cuando te metes en él a las tres de la tarde y el termómetro exterior marca los cincuenta grados, de manera que ni protestas ni nada (te sientes eufórico) mientras pones el aire acondicionado a toda pastilla, empiezas a circular y de paso alabas al destino porque coloca en tu trayecto las zanjas que los del gas natural han excavado en todas las poblaciones de España y, como te sientes eufórico, no te importa tener que desviarte de tu camino habitual y adentrarte por derroteros desconocidos, tampoco te importa verte obligado a ceder el paso a los viandantes o peatones que cruzan por el paso de cebra con toda la lentitud del mundo, esa lentitud inseparable que arrastran los ojos de los tristes, y les sonríes y todo, a pesar de que ellos te miran como si te pidiesen la vida, quizá ya han perdido la suya, pero les lanzas la sonrisa porque te sientes eufórico, y te adelantan los niñatos de los ciclomotores tirando al aire las pedorretas de sus tubos de escape, feliz juventud, despreocupada y fúlgida, santificada por el halo de santoral de sus coronillas hirsutas y amarillamente engominadas, no sabes de dónde ha salido la subespecie gnómica de que juventud y seriedad ni la mitad de la mitad, te parece injusto atribuir a la juventud la calificación de idiota y, sobre todo, la de endilgarle la atribución de gilipollez mental, atribución que le dedican los amargados ateniéndose a la menudencia de que a la juventud no le interesen los valores morales y se sienta atraída por el cebo del ocio, la complacencia del hedonismo, los discos compactos, las sudaderas de marca y las ruidosas motos de escasa cilindrada, así que piensas que todo está bien como está, el rey de Roma, eso te sientes, y al doblar la esquina, después del tercer semáforo, pasan ante tus ojos las carteleras de los cines y piensas que no, que no tienes razón cuando aseguras en la tertulia que ha dejado de gustarte el cine porque carece de técnica cinematográfica, y ves los ojos de los contertulios, entre sorprendidos e irónicos, no dan crédito a lo que oyen, el cine, las asombrosas películas que se proyectan en las salas, o las que puedes ver en televisión, canal plus, canal satélite, vía digital, etcétera, películas bien rellenas de efectos especiales montados en los laboratorios, los deslumbrantes protagonismos de detectives/as, abogados/as, fiscales/as y demás gente guapa (exclúyase a Colombo) que aparecen en esos desmadres hollywoodenses, bien rellenos de efectos especiales, repites, léase coches explosionados a las primeras de cambio, inmensas llamaradas donde se churruscan los malos, a veces también los buenos, cráneos abiertos como sandías con la sesera desparramada en el asfalto, heridas de repentinos chorros sangrientos, cuerpos agujereados al recibir dos o tres mil impactos, cuerpos adobados en atractivas salsas verdes y devorados por seres paranormales fascinantemente horripilantes, cuerpos que nadie sabe si son masculinos o femeninos, dotados de esa belleza hermafrodita que gotea esplendorosos efectos psicasténicos, esos desmadres peliculeros bien rellenos de efectos especiales, repites, y de putitas envalentonadamente folladoras y besuconas. Así que, como estás eufórico, piensas que no tienes razón, que esas películas son las que merece la pena ver, aunque el cine haya dejado de ser eso, cine, para venir a convertirse en un inconmensurable apartado de la informática.
Como te sientes eufórico, enciendes la radio y escuchas la voz apresurada de la locutora, esa voz producida por un aparato fonador obligado a emitirla a más de setenta y cinco revoluciones por minuto, la publicidad viene detrás, y los deportes, y hay que sacudirse de encima las noticias, a todo trapo, por más que el énfasis noticiero acumule velocidad a la elocución silábica y, como te sientes eufórico, prestas atención al buen hacer de la locutora (que pronuncia muy finamente una e después de cada ese final) y escuchas con alegría lo de el Derecho de Petición del ciudadano, recién aprobado por el Congreso de los Diputados aunque reconocido por la Constitución hace 23 años, pero nunca es tarde si la dicha es buena, así que podrás intervenir directa y activamente en la política nacional, y en la regional, se entiende, porque te ampara el Derecho de Petición, y vas y te lo crees porque te sientes eufórico.
A medida que avanzas, contemplas las fachadas de los grandes bancos, esa manifestación contemporánea de la suntuosidad y el poderío feudal del dinero. Aunque no. Gracias a los bancos se desarrolla el país, )qué sería de nosotros sin los bancos?. El coche, la casa, el portátil con DVD, el televisor con pantalla flateada (gran acierto léxico lo de sustituirla por plana)y, en fin, las vacaciones en Bali, no serían posible sin la ayuda inestimable y casi desinteresada de los bancos.
Y, como te sientes eufórico, no te crees que algunos de ellos hayan acumulado unas ganancias de más de 25.000 millones de pesetas sólo durante el primer trimestre de este año.
No sabes por qué, mientras te acercas a casa, recuerdas la sensación de cuadra, de corral, de suciedad, de caspa y pedorreo que te produce la contemplación de Gran Hermano. No sabes por qué recuerdas el llanto de Cañizares mezclado con el triunfo clamoroso del Real Madrid. Recuerdas la felicidad en los rostros pintarrajeados de esos miles y miles de aficionados que lloraban de emoción, acogotadas sus neuronas por un atiborramiento de adrenalina memorable. Quisieras ser como ellos, sentir como ellos, llorar como ellos, balbucear la infinita felicidad de campeooooneeees como ellos, bucear en un ambiente pedorro como los otros, en vez de sumergirte en el aroma epidémico de los libros. Tal vez lo hagas, ahora que te sientes eufórico. Aunque para ello necesites que alguien te diga donde se oculta el secreto de la vulgaridad.

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