viernes, 14 de agosto de 2009

LAS ADVERTENCIAS (Cuento veraniego)
(30-6-1999)
JUAN GARODRI


Pues esto era una vez un país en el que los gobernantes eran tan buenos y tan justos que gobernaban muy bien, y ni daban leyes ni nada, sólo daban advertencias, de manera que los ciudadanos y las ciudadanas eran felices. (Cuando los gobernantes gobiernan, los gobernados son ciudadanos. En cambio, cuando los gobernantes mandan, los gobernados son súbditos).
Te decía, pues, que los ciudadanos y las ciudadanas eran felices porque, gracias a las adverten­cias de sus amados gobernantes, vivían llenos de salud y prosperidad. Ya se sabe que un país rebosante de salud se convierte rápidamente en un país repleto de prosperidad de manera que el gentío, como está lleno de salud, es que no para de trabajar, y ni se cansa ni nada. Es más, ni siquiera pide vacaciones ni reducción de jornada laboral, porque lo único que desea es la salud y la prosperidad.
Y qué quieres que te diga, amigo, es que cuando bajé del avión no salía de mi asombro. El personal del aeropuerto se afanaba tenazmente en su trabajo, iban y venían sin distracción ni descanso porque, como estaban tan sanos, no paraban. Lo sorprendente es que lo hacían todo con una gran tranquilidad, sin prisa pero sin pausa, que se dice, los camiones de equipajes, los autobuses de viajeros circulaban tranquilamente, como si en lugar de un aeropuerto fuese un parque de recreo, o así. Curiosamente, en vez de alegrarme me puse triste, porque parecían hormigas acosadas por su propia tenacidad.
A todo esto, alzo la vista. Un panel digital y gigantesco dice: «Las Autoridades Industriales advierten de que el coche perjudica gravemente la vida». Y debajo, tres coches ferruginosamente amontonados y cinco muertos despanzurrados, cada uno por su sitio, con su sangre y todo. Y era de ver a la salida del aeropuerto cómo el gentío conducía prudentemente, a velocidad moderada. Pero lo más sorprendente de todo era el nuevo modelo que las Autoridades Industriales habían recomendado: ¡El coche tenía forma de tortuga metalizada y galáctica! Y a pesar de las retenciones de más cuarenta y siete kilómetros, no te lo vas a creer, el personal iba alegre y contento y se saludaban e incluso se pasaban botellas de agua de unos coches a otros. Y nadie se insultaba, ni se llamaban recíprocamente hijos de puta ni nada.
Al llegar a la ciudad, sorprendía gratamente la limpieza de las paredes, ni un anuncio, ni una valla publicitaría, ni siquiera aparecían grafitis escatológicamente coloreados. Solamente un gran anuncio digital se repetía por doquier: «Las Autoridades Educativas advierten de que la publicidad perjudica gravísimamente su individuidad». Y a pesar de no haber anuncios ni ofertas luminosas en calles y avenidas, la gente caminaba tan tranquila y se cedían amablemente la acera e incluso se detenían a charlar unos con otros como si tal cosa.
Digno de ver era el letrero que bendecía la majestuosa entrada de unos grandes almacenes. Decía así: «Las Autoridades Económicas advierten de que el consumo perjudica seriamente su bolsillo». Y era extraño y casi mágico comprobar que las bolsas de los compradores y compra­doras se adornaban con dicho letrero, además de aparecer exhaustas y menguadas de conteni­do porque todo el mundo compraba lo justo y nadie cedía a la pulsión consumópata.
Cuando llegué al hotel, el vestíbulo era brillante y aséptico. Varios paneles luminosos lanzaban los destellos chispeantes de sus colorines. Las advertencias requisitorias aparecían y desaparecían en finas hileras cristalinas. Las había de todas clases. Por ejemplo: «Las Autoridades Sanitarias advierten de que las cremas dermatológicas perjudican seriamente su epidermis». Y nadie compraba cremas embellecedoramente innecesarias. O esta otra: «Las Autoridades Turísticas advierten de que la holganza perjudica seriamente su contrato de trabajo». Y nadie se iba al Caribe a buscar a Curro ni a otros tarados semejantes. Y había más adverten­cias, extrañas e insólitas. Por ejemplo, ésta: «Las Autoridades Culturales advierten de que la letra impresa perjudica seriamente su nervio óptico». Y el personal cumplía a rajatabla la adverten­cia oftalmológica y ni leía ni nada, para conservar sana la vista.
Me dirigí a recepción. Una señorita delicadamente frágil y transparente, tipo Ally McBeal y otras culifinas, abría esos ojos en los que resplandece de vez en cuando un deseo distraída­mente sexual, digamos. Quizá adivinando no sé qué pudrideros personales, me alargó un primoroso plano de situación en el que aparecía mi habitación, con número y nombre de cliente. Debajo ponía: «Las Autoridades Sanitarias advierten de que la sexualidad a lo tonto perjudica gravemente su testosterona».
En el restaurante, las advertencias eran múltiples y saludables. A cualquier sitio que lanzase la vista, una admonición me recordaba la bondad de los gobernantes, preocupados por la salud ciudadana. Veamos. «Las Autoridades Sanitarias advierten de que el chorizo y los huevos fritos aumentan gravemente su colesterol». Y era tal la abundancia de las advertencias, que uno no sabía adónde dirigir la mirada: que si la sal y las cardiopatías, que si el alcohol y la cirrosis, que si el filete y la arteriosclerosis, que si las legumbres y la dispepsia, y así. Un tomate y una zanahoria aliñados con aceite virgen. Eso comí.
Después de tres días de sanísimo sufrimiento, regresé. Y comprobé, aliviado, que en España las Autoridades, que ni gobiernan ni nada porque lo único que hacen es mandar, sólo advierten eso de que el tabaco perjudica gravemente la salud y, además, mata. Aunque casi nadie les hace caso. A ver.

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