lunes, 31 de agosto de 2009

RETRATOS DE AMBIGÚ
(26-8-2001)
JUAN GARODRI

El título me suena de algo, no sé, lo he tomado del fondo de mi memoria colectiva, quizá me suene de alguna película de los cuarenta, o alguna novela de autor argentino, o alguna obra de teatro cubana, esas excelencias de la literatura hispana tan magnificadas por la crítica y tan publicadas por las editoriales al uso, que no se cansan de mercantilizar obras mayores y menores y medianas o ínfimas, por no decir pésimas, siempre que aparezcan firmadas por autores/as del otro lado del Atlántico, procurando incrementar con ello sus ventas en las sucursales de ultramar. Que con muchas novelas ocurre como con los programas de famoseo: cuanto más vulgares sean los contenidos, más espectadores atraen, deslumbrados quizá por ese fruto de la mente simbólica que madura más cuanto más espeso sea el estiércol que la abona.
Pero no iba por ahí la cosa. Me estaba refiriendo al título. Lo de ambigú no es más que un eufemismo para designar, quizá desacertadamente, la barra del bar. Queda más fino. Y es que en estos días veraniegos no hay como refugiarte en el bar. Huyes de los cuarenta grados de la acera y entras en la refrigeración del bar como el que se adentra en las protectoras aguas de la inmunidad. Los grupos se distribuyen a lo largo de la barra y, según avanzas, te dicen hola e incluso te golpean amistosamente en el hombro.
El bar, a la hora del aperitivo, es el santuario de la dipsomanía, el ágora público en el que se discute de todo mientras se deglute el pincho, en el que se comenta todo mientras se traga la tapa, en el que se rumorea e incluso se inventa o se agranda el comentario mientras se ingiere la caña. El bar es tan importante, social y localmente hablando, como puede serlo la iglesia. Si la iglesia es el lugar de oración y súplica, algo intríseco a la religión como lazo de unión (religare) puesto que el ser inferior se relaciona con el superior a base de rogarle y suplicarle, bien que entre rezos y cánticos, el bar es el lugar de relación y réplica, algo intrínseco al hecho humano del comentario y la explicación, bien que entre voces, aspavientos y disfemismos.
La importancia de una institución se comprueba por su abundancia instituible, y así mientras que cualquier entidad de población, por pequeña que sea, dispone de una iglesia para solucionar la necesidad de relación espiritual (y se las ve negras para instituir otra o restaurar la instituida), esa misma población dispone de dos o tres bares (y dispone de probabilidad de institución de otros nuevos), señal inequívoca de la necesidad de relación social que aqueja a sus pobladores, necesitados de cháchara relacionante con personas lo más posiblemente ajenas al engorroso entorno familiar.
Así que uno no puede imaginarse cómo se relacionará la gente en Escandinavia, por ejemplo, puesto que a la ausencia de iglesias se une una sorprendente y alarmante ausencia de bares, hasta el punto de que cualquier población española duplica, en igualdad de condiciones, a cualquier población escandinava en iglesias y multiplica por cien, o más, la presencia de bares en sus calles. No te extrañe que sean así de tristes los escandinavos.
Te decía que cruzas a lo largo de la barra y observas los grupos, bien definidos.
Los gritones comentan el asunto más importante de la sociedad española a estas alturas de agosto: el asunto Zinedine Zidane, Zizou, ZZ. Y escuchas, entre risotadas, el chiste: el Madrid arrasará este año porque considera a los demás equipos como si fueran hormigas, y como cuenta entre sus filas con Zeta Zeta... (Desinfectante, aclara). Los madridistas vociferan y los 'anti' disfrutan. Hay quien asegura, echando leña al fuego, que cómo puede ser buen futbolista un calvo, y otro deja oir su voz entre el griterío general para dejar caer que Anelka, en agosto, también fue considerado como un genio del balón.
El grupo de los 'puestos' mira con displicencia a los gritones y comenta razonablemente la increible apuesta científica de Severino Antinori, de recio bigote recalcitrante, clonador de clonadores, dispuesto a ganarle la partida al mismísimo Creador, considerándose un incomprendido Galileo del siglo XXI.
El grupo de los cultos habla de cultura, claro, y alardea de rechazar la vergüenza de los dineros en que se han convertido los cursos de verano organizados por las universidades, bien fajados los conferenciantes, total para las cuatro paridas que, año tras año, dedican a Alberti, con ligeras variantes de autor o tema, o al impacto de la revolución cibernética en la cultura científica (versión institucional) del universitario medio.
Los sensibles hablan de política económica y del pelotazo de Gescartera y se llevan las manos a la cabeza, totalmente entregados a la hipérbole, para descalificar, como si fuese cosa nueva en España, la actitud mangante de altos cargos del Estado que se valen de gilipollas mentales para volatilizar 18.000 millones de pesetas, magos perversos de la cosa crematística.
El bar acoge y hasta cierto punto inmuniza. Cruzas la puerta y sabes que te inunda la libertad absoluta como una oledada salina y euforizante.
El bar, ese refugio de las confidencias sociales y basurero de las excrecencias personales.

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