viernes, 14 de agosto de 2009

EL MANOSEO
(8-6-1999)
JUAN GARODRI


Bueno, amigo. Si yo, en medio de un alarde de ingeniosidad conceptista, te hiciese de pronto una de esas preguntas idiotas que nadie sabe responder adecuadamente, me tomarías por gilí. Sin embargo, voy a hacértela. ¿Sabes en qué se parece una campaña política al romanticismo?
No es el momento ahora, ni mucho menos, de comentar la figura del romántico. Pero, desde luego, no me quedo con las ganas de afirmar —con el Larra juvenil de 1828— que existe un escaso conocimiento de lo que es el romanticismo. Y aunque los grandes ensayistas (Julián Marías, por ejemplo) aseguran que el romanticismo consiste en un concepto y en una forma de vida humana y que se extiende a todos los campos de la vida y de la cultura de Occidente, el personal cultillo se empeña en reducir el romanticismo a la literatura, bien abrigado por un ropaje literario y formal que, sin embargo, no deja de ser más que eso, la ropa que cubre al cuerpo.
Y qué quieres que te diga si nos apeamos de la cabalgadura cultiparla y descendemos hasta el personal de a pie. Aquí, la aplicación que se hace de ‘lo’ romántico a la vida es como para tirarse de espaldas agarrado a una higuera. Y como de vez en cuando me dan ataques de simplismo cultural que me incrustan como una cuña entre los balidos del personal de a pie, ahora me ha dado uno, y se me han olvidado repentinamente los libros y, en medio del ataque, voy a aplicar lo romántico a la política.
Bien. Una de las características románticas es el amor, ese atolondramiento afligidamente encendido en el que los enamorados, atraídos por la caducidad del deseo, se juran amor indefectible y eterno, te querré siempre, siempre, y todo eso. A continuación, se lanzan promesas de fidelidad recíproca (por eso tal vez lo del amor se simboliza con flechas) y jamás te abandonaré, prometen, y te haré feliz toda la vida, prometen, y te colmaré de felicidad, prometen, y te daré lo mejor de mí mismo, prometen, y todo lo mío será tuyo, prometen. De la misma forma, el político ‘campañero’ se torna repentinamente enamoradizo y jura amor eterno a las masas y se afianza en las promesas como un anacrónico don Álvaro que confía más en sus palabras que en la fuerza del sino. Y así, no hay escenario, ni localidad, ni teatro, ni plaza de toros en que el político, envuelto en una excandecencia oratoria y suprema por un lado, y coronado con la aureola salutífera de la originalidad por otro, no se afiance en las promesas de amor y jure dar más protagonismo a la mujer, solucionar el problema del paro, ampliar la cobertura del desempleo, promover la industria, fomentar la agricultura, impulsar las fiestas locales, desarrollar las propuestas de juventud, promover las asociaciones de amas de casa, mejorar la calidad de la enseñanza, proteger a la tercera edad, erradicar la violencia, extender lo de la tarifa plana de la sacrosanta triple www, extender los raíles del AVE, fomentar las instituciones culturales y restaurar la ermita del pueblo. La proliferación de las promesas aletea sobre las estupefactas coronillas de los oyentes como un misterioso y repentino Paráclito que afianza en el amor la relación vocingleramente amorosa del político y el pueblo. (Mi tío Eufrasio, mala pipa que tiene, asegura convencido que las promesas están hechas para romperse y que una cosa es predicar y otra dar trigo).
Bien. Otra de las características románticas es la del orgullo o satisfacción que el amante suele manifestar a causa de la amada, o al revés. De forma que ostensiblemente pasean su amor en público, y descienden una y otra vez al ámbito del manoseo (tal vez del baboseo), y se abstraen en la intimidad de las mutuas caricias, para que todo el mundo se entere y sean de alguna manera partícipes de su inmensa felicidad. El político ‘campañero’ también abusa del manoseo (y del baboseo). Y públicamente manifiesta su amor al pueblo, y no desperdicia ocasión, por poco propicia que ésta sea, de lanzar a los cuatro vientos su firme decisión de servir al pueblo, de sacrificarse por el pueblo, de llegar incluso a morir por el pueblo (algo así como Lopera por el Betis). Y así, empieza la murga pública y altisonante, y los coches de segunda mano empiezan a recorrer las calles de las poblaciones con sus viejos altavoces, y a lanzar la morralla desafinada de las promesas de amor para que todo el mundo sepa que próximamente, el día de las elecciones, va a tener lugar el ansiado enlace. Y es sorprendente la bondadosa y pública munificencia de las promesas, acartonadas por un sonsonete reiterativo y casi litúrgico: «Para que el pueblo se vuelva más humano y habitable (roguemos al Señor), vota PSOE». «Para que la juventud disponga de trabajo (roguemos al Señor), vota PP». «Para que la sanidad se extienda a todos los ciudadanos (roguemos al Señor), vota CREX». «Para que la enseñanza sea más pública (roguemos al Señor) —Anguita— que en gloria esté, vota IU». Y así.
Mientras tanto, todos los jovenzuelos de Coria cabalgan en sus motoretas, haciendo caballitos provocadores y soltando el humo de sus pedorretas ruidosas, rompiendo la placidez y los nervios de los paseantes en el paseo marítimo, o fluvial no sé, descoyuntando las ataduras de sus rebeliones a través de los tubos de escape, todos los jóvenes cabalgando en sus motocicletas, al viento los cabellos y al culo la mocita rubia que los empareja, esas niñas con carita de vírgenes impúdicas que los acompañan en sus piruetas motorizadas, muy al estilo de Al salir de clase y otros bodrios televisivos que los hipnotizan con el fulgor lechoso de la adolescencia. (A ver si el alcalde Mora hace cumplir la ley y la policía los obliga a llevar el casco y a colocar el preservativo de los ruidos, o sea el silenciador, en los tubos de escape, que ya va siendo hora).
En fin. Transcurrido el tenso y excitante día (12-MJ) de los esponsales entre el político ‘campañero’ y el pueblo, llega la noche nupcial. Y los recién casados, se asoman a la ventana. Una media luna, plateada y menguante, bendice sus promesas de amor eterno. Uno de ellos, pleno de romanticismo, dice:
—Amor mío, ¿qué te recuerda esa media luna en el firmamento?
Y el otro responde:
—Que esta noche hemos cenado melón.
Fin.

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