sábado, 15 de agosto de 2009

EL OBSOLESCENTE
(3-10-1999)
JUAN GARODRI


Cuando René Descartes publicó su Discours de la méthode (me pongo fino, así que cito en francés), es evidente que no pensaba en el teléfono móvil. Entre otras razones, porque en 1637 no había teléfono. Pensaba, más bien, en dotar a la filosofía de un sistema tan claro como las verdades matemáticas o las geométricas. Y de paso, eliminar la duda. Y es que la duda, esa oscilación entre el sí y el no, le pesaba sobre las espaldas como a Hércules el orbe terráqueo, de manera que se dispuso a eliminarla, ya digo. Eligió la duda como punto de partida y fue y la llamó metódica, que es una duda más aparente que real, una especie de pretexto para empezar a analizar las otras dudas y dudar de todo para ver si de esta manera conseguía dudar menos. (Yo no debería citar ahora lo de cogito, ergo sum para no caer en la chabacanería citadora, hasta los gatos conocen la cita, pero lo hago porque en realidad Descartes solamente no dudaba de una cosa: de que cuando dudaba, pensaba). Así que hoy va la cosa de duda metódica.
Tal vez consideres, amigo, que he caído en la simulación de la gilipollez mental y añadirás que cómo me atrevo a relacionar la clarividencia racionalista de Descartes con el teléfono móvil. Ya te lo he dicho: la duda. Una duda rectilínea y afilada, casi dolorosa. Una duda que taladra mis entretelas y me obliga a andar cauto y esquivo, de un lado para otro, evitando a los amigos y excusando mi presencia con cualquier pretexto. Y todo porque soy un obsolescente. Así me ha llamado un colega. Tocado por el don de la palabra, como un Umbral repentino y fustigador, me ha lanzado a la cara el cultismo de cristal de la obsolescencia. Ni siquiera me ha llamado obsoleto o anticuado, no: obsolescente, eso me ha dicho, un participio verbal cuya única idea de presente consiste en ir cayendo constantemente en desuso. Y todo porque no tengo teléfono móvil. (Carezco, además, de canal plus, no disfruto de Canal Satélite ni de Vía Digital, no he instalado línea telefónica de seis vías, no poseo un pentium III de 600 mhz, ni escáner, y hasta mi CD-rom es uno de esos aparatos lentos y arqueológicos de 32x y, finalmente, no me decido a adquirir un DVD de alta resolución). Con la cabeza gacha deambulo por las esquinas, ya digo, persiguiendo la mariposa de la duda y espantando, en lo posible, mis convicciones, o mis obsesiones, no sé, asentadas en el bene vixit, bene qui latuit del apotegma horaciano.
Así que una duda más tecnológica que hamletiana me atenaza y me ahoga: ¿móvil o no móvil? Esa es la pregunta.
Por un lado, si yo tuviera un móvil andaría por las aceras con la cabeza alta, el paso firme y largo, la mirada segura, las convicciones fuertes, la autoestima consolidada. ¡Qué poderío adivinarían los demás en mí cuando, en medio de la calle o en cualquier sitio público, se oyese el pi pi pi pi pi pi de mi teléfono móvil! ¡Qué capacidad acaudalada y mandataria, de hombre de negocios, supondrían los demás en mí cuando me vieran levantar la tapadera del móvil y cabecear seriamente, concediendo o denegando importantes cantidades! ¡Qué envidia quizá sentirían de mí cuando observasen mi gesto amable, tal vez afectuoso o apasionado y ardiente, quién sabe, mientras pensaban que mi conversación sería con dama placentera, incluso hermosa, esas culifinas de la moda y el corazón de otoño! ¡Qué respeto sentirían los demás por mí cuando escuchasen, como de pasada, la seriedad conceptual de mis aserciones, considerándome profesor universitario o conferenciante, tal vez! ¡Qué resentimiento codicioso, finalmente, despertaría en los demás mi simulada actitud de persona constituida en alta dignidad, prócer de la política o algo así, alguien metido en las covachuelas oficiales!
Por otro lado, si yo tuviera un móvil tendría que abandonar la tranquilidad de mis soledades, soportar las continuas llamadas de la publicidad editorial (ya se sabe, esas señoritas que te dan caña laudatoria para convencerte de que vayas y adquieras los nuevos tomos de la enciclopedia, totalmente actualizados), aguantar el coñazo de alguna compañía telefónica que pretende convencerte de las excelencias de sus nuevas y abaratadas líneas, última tecnología, y en fin, padecer las amargas quejas de algún cuñado que ha reñido con su jefe y está a punto de que lo trasladen a Lanzarote.
Así que me trae de culo esto del móvil, amigo. Y dudo si adquirirlo o no. Ni siquiera Descartes me ilumina. Mucho me temo que van a seguir considerándome un obsolescente. Y es que, en el fondo, lo prefiero a que me consideren un ‘movilitero’.

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