sábado, 15 de agosto de 2009

LOS DATOS
(12-11-1999)
JUAN GARODRI


A menudo, el personal se empeña mayormente en conseguir lo que no puede ser conseguido o en alcanzar lo inalcanzable, que viene a ser lo mismo. Pienso que son causas perdidas (entendiendo por ‘causa’ la empresa en que el personal se toma un interés excesivo).
Y es digno de alabanza y prez, que se dice, el empeño del gentío (primordialmente femenino, aunque también masculino, no creas, los caminos de la dermoestética personal conducen a colmar las ambiciones de la denominada gente guapa sin hacer distinción de sexos, hoy día la ambigüedad se nutre de los detritus de la belleza, no sé, cualquiera cree que puede alcanzar esa rama de lirios de la perfección estética, cualquiera se cree Venus o Adonis, cualquiera una divinidad plastificada, y olorosa), así que es digno de alabanza, decía, el empeño del gentío en abastecerse de útiles de belleza, por ejemplo, y afeites varios, para resaltar la finura del cutis y adquirir ese poderío arrebatador que sólo poseen culifinas y demás aborígenes del papel cuché. Y digo yo, a lo que se ve, que la mayoría se esfuerza en vano, y mira que se empeñan, tú, puesto que con frecuencia sus apariencias cremosas devienen en pellejudas epidermis que cascarillean y desacreditan horrorosamente la tarifa de las vanidades. Su esfuerzo, más patético que rutilante, es una causa perdida.
Otros (y otras, que también la feminidad ilumina la senda de la cultura, siempre brilló con luz propia, ahora sobretodo con lo del cincuenta por ciento, cuando habría que valorar la valía personal, no el porcentaje, porque puede ocurrir, y es hipótesis probable, y hasta posible, que el sesenta o el setenta por ciento mereciera ser femenino, en algunos o en muchos casos, a ver por qué reducirlo al cincuenta, o al cuarenta de Almunia, la mujer es de más fina intuición e inteligencia que el hombre, recientes estudios científicos así lo confirman) otros, por el contrario, decía hace rato, se esfuerzan tenazmente en conseguir la estima y consideración ajenas, inmersos en una codiciosa vanagloria de sabiduría y apariencia intelectual, atacados de una fiebre erudita y letrada que les prolonga civilizados y omniscientes sarpullidos de novedad y extrañamientos. Y es digna de ver, de apreciar, de resaltar, incluso de remarcar, que ya es decir, la infatigable tenacidad de sus engreimientos, ese afán por aparecer en la llanura, en la ladera, en la cúspide de inauguraciones, de exposiciones, de lecciones, de charlas y de aperturas, o clausuras, para mostrar a oyentes, asistentes y elogiantes, el lustre zapatuno de su resplandeciente mismidad. Y digo yo, corrígeme si me equivoco, que poco es lo que consiguen, a pesar de su empeño, porque aunque su tenacidad representativa los empuja a ramonear sin descanso en los prados institucionales, fácilmente se incomodan si aparecen contrincantes que los oscurezcan con los palos de su propio sombrajo. De manera que tienen que esperar a la ocasión siguiente para ver si pueden conseguir el éxito, y sus oropeles, sin tener que compartirlo. Pero creo que no lo consiguen jamás. Se les ve demasiado el plumero. Su esfuerzo, más especulativo que decoroso, es una causa perdida.
Por otra parte, y sin venir a cuento con lo anteriormente expuesto, al menos muy a cuento (me da que la coherencia textual rechina hoy más de lo semánticamente correcto), yo también ando decrecido en medio de una causa perdida. La de los datos. De cara al exterior, la intimidad individual se asienta en los datos. Tus datos son tu afirmación. Uno es nadie si carece de esa minúscula y tibia alcoba de los datos personales. Uno encuentra en ella su propia y personal protección. Si se derrumba la concavidad protectora de tus afirmaciones, te diluyes en la nada. Tu lugar y fecha de nacimiento, el nombre sagrado de tu padre y el de tu madre, tan entrañable. Su esfuerzo, su sacrificio por criarte, acude siempre que oyes su nombre. Y más datos, si estás casado o soltero, divorciado, separado o emparejado, si viajas al extranjero o veraneas en el Pirineo aragonés, si tienes dos hijos y dos hijas, o uno y una, o ninguno, tu profesión, tus aficiones y hasta la marca de coche que compraste hace dos años, dónde trabajas, qué categoría profesional es la tuya, de qué poder adquisitivo disfrutas. Todos tus datos, toda tu intimidad volando por ahí, toda la amplitud de tus obsesiones, de tus aficiones, de tus devociones, de tus adquisiciones, todas las cicatrices de tus apegos y fidelidades, toda la interioridad de tus desvaríos, todos aparcados en las bases de datos de no se sabe quién, diseminados en las agendas de cientos de casas comerciales, tus datos en el aire, y tú con el culo a las goteras, quién coños ha difundido mis datos, quién ha negociado con ellos, quién ha sacado tajada de ese rastro de mí mismo, ese rastro a veces doloroso que he ido dejando a lo largo de la vida por las covachuelas oficiales, por los garitos institucionales, por las agencias y organismos, qué hijo de puta ha comerciado conmigo.
Ay, amigo, es una causa perdida. Detener el vuelo carroñero de mis datos es una causa perdida. Y que no me vengan con la protección de la intimidad, y todo eso, instituida desde los organismos oficiales. De poco vale. No hay día en que no reciba información de productos inimaginables, incluso estúpidos. Cientos de folletos informativos tentando mi bolsillo para que adquiera belleza, sabiduría, cultura, música, salud, acciones en bolsa, vacaciones, viajes baratísimos, cuentas bancarias, fondos de inversión, jamones, detergentes y tiendas de campaña.
(Así que los vecinos hemos colocado en el portal una gigantesca papelera y hemos jurado, ante el altar de la exasperación, coger con dos dedos, como quien coge una rata, toda la diaria publicidad que se reciba y arrojarla a su fondo. Sin ni siquiera mirarla, claro).

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