viernes, 28 de agosto de 2009

IR DE BODA
(29-7-2001)
JUAN GARODRI

Bueno, amigo, ya sabes cómo se las gasta mi tío Eufrasio, en otras ocasiones te he hablado de él. Pues resulta que ahora le ha dado por meterse con las bodas, mejor dicho, con las invitaciones a las bodas, que aunque parece lo mismo no es lo mismo. Fíjate, se pone cabreadísimo cuando recibe una invitación de boda, porque dice que ya lleva cinco desde mayo para acá, y que ya está bien, que en dos meses se le han fundido cerca de cincuenta mil duros (1.502,53 euros) entre unas cosas y otras, traje, zapatos, chaleco, camisa y ropa interior, más la aportación en metálico que se exige en cada una de ellas, en sobre bien cerrado y en cuantía generosa, para que no digan, que ya no se conforman con un jarrón, por muy de la china que sea, ni con un cuadro, aunque tenga el marco de madera de ébano, no, ahora hay que soltar la pasta, así que se sube por las paredes, ya te digo, cuando recibe una invitación de boda, si te casaras tú, me dice, asistiría gustoso a tu boda o a la de cualquier otro sobrino, que la sangre tira, pero mecagüen San Petersburgo dos veces, ahora es que te invitan por cualquier motivo, cualquier roce que hayas tenido incluso en otros tiempos ya casi olvidados, lo único que les interesa es que haya de trescientos invitados para arriba, multiplica cuánto les queda, por menos no merece la pena casarse, y te rodea la sorpresa cuando recibes la tarjeta, hay tarjetas clásicas y hay tarjetas progres, la tarjeta progre está adornada con monigotes parecidos a los Simpsons e informa de que Juan y Lorena van a casarse en el Ayuntamiento y que el traje oficial consistirá en ir vestidos con vaqueros y calzados con zapatillas deportivas, que se casan para experimentar un nuevo proceso de relación familiar, y que pasarán la luna de miel en Tailandia practicando el hidrospeed (esa manera descarada de incitarte a que sueltes generosamente la pasta para que puedan chuleársela tan lejos), la tarjeta clásica te informa de que las familias de tal y tal tienen el placer de invitarle al próximo enlace matrimonial de sus hijos Javi y Loli, que la ceremonia religiosa se celebrará en la iglesia de Nuestra Señora de los Descalientos y que el banquete tendrá lugar en el restaurante La Cebollera, sito en el km 4 de la carretera nacional (dispone de aparcamiento propio), se ruega comuniquen asistencia antes del día 27, bien controlado el número de los cubiertos, cada cubierto un pastón, dicen los allegados, de manera que metes en el sobre las treinta mil pelas (imagínate el desembolso de una familia), más que nada para no quedar en ridículo, para que no piensen que eres un tacaño, un aprovechado que asiste al banquete para ponerse morado de langostinos, no hay boda en que no haya langostinos, esos crustáceos decápodos marinos con el carapacho rosáceo, poseedores de un líquido traidor que sale a presión de sus mandíbulas fibrosas cada vez que el vecino de mesa se dispone a arrancárselas, y el chorrete va a pegar justo en la pechera de tu camisa, joé qué puntería, asegura el tipo entre risas, ni hecho a propósito, y te golpea amistosamente la espalda con esa repentina camaradería que se establece entre los comensales de una boda y, mientras tú te cagas por lo bajo en la risotada del imbécil, la señora de enfrente asegura que la gaseosa es lo mejor para las manchas, de manera que cuenta la historia de todas las manchas que ella ha quitado utilizando gaseosa y la punta de la servilleta, el vecino ríe arqueando la lengua sobre los incisivos inferiores hasta que sus risotadas quedan reprimidas por las voces de la panda de los amigos del novio, la corbaaata, la corbaaata, claman, y atacan en tropel al novio que se resiste como puede a la cesión de la corbata, víctima de un descuartizamiento laminar cuyos restos pasan vendiendo de mesa en mesa, con exigencias y avasallamiento, de manera que no tienes más remedio que soltar otras cinco mil pelas para que no te saquen los colores, en fin, la juventud, dice la señora de la gaseosa y, cuando aún no te has repuesto del susto, un alboroto insospechado hace que todo el mundo vuelva la cabeza, y observas cómo la novia huye despavorida entre las mesas, acongojada entre la risita nerviosa y la zozobra, porque los de la corbata quieren quitarle la braguita para subastarla como un trofeo semivirginal y pubescente, ese vulgareo a imitación de secuencias de ‘Gran Hermano’. El novio se cabrea y, para calmar el alboroto, el grupo de solteras de oro que aparece en todas las bodas emperifollado y chillón, esa ensoñación de la nupcialidad que nunca llega, empieza a gritar que se beeesen, que se beeesen, con lo que en pocos segundos el clamor de exigencia osculatoria es unánime. Los desposados inician un rápido beso en la mejilla, pero el grito no cesa, en la boooca, en la boooca, los desposados se rozan púdicamente los labios, pero el grito no cesa, a torniiillo, a torniiillo, hasta que los desposados se ponen de pie, amachambran sus bocas y el personal grita bieeeen, y aplauden. Un portento de originalidad y buen gusto.
En fin. A pesar de lo que diga mi tío Eufrasio, yo salgo de la boda contento y eufórico, conocedor de mi contribución al engrandecimiento de la fiesta, al menos númerico, y portador de sensaciones vitales, ese aire epidérmico del potentado que camina como el rey de Roma porque sabe que ha enhilado dos güisquis por treinta y cinco o cuarenta mil pelas y que ha colaborado a que los novios se compren los muebles y se costeen el viaje a Tenerife.

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