domingo, 16 de agosto de 2009

LAS PROCESIONES
(1-5-2000)
JUAN GARODRI


Es la época. En estos días de Semana Santa el personal ha salido de estampida buscando sabe Dios qué playas desconocidas y tersas. Quizá, en la misma ansiedad de la búsqueda, cada uno está buscando su propio desconsuelo. Se comprueba al regreso. Suele ocurrir que te encuentras con el tipo que, empeñado en superar sus limitadas y personales contingencias, se regodea en el hecho de magnificar su peripecia viajera. Para bien o para mal. Y así, mientras unos lo han pasado de puta madre para arriba, otros lo han pasado de puta madre para abajo. Los primeros explican, todavía excitados, que una delicia la playa, que un esplendor la escapada a la juventud de la noche, que una pasada la contemplación apetitosa de las chavalas, que una maravilla el ambiente de copas y que una gozada la animación selecta del casino. Los segundos comentan, todavía frustrados, las horribles horas en los embotellamientos, la insoportable frialdad del agua del mar, la comida nauseabunda del hotel, el precio abusivo de las tapas y la mierda del tiempo que únicamente te permite salir del coche para mear junto a la rueda. Y digo yo si éstos que andan a todas horas comentando su viaje no estarán justificando el vacío de sus ansiedades.
—Y tú, qué has hecho —me dicen—. ¿No has viajado?
—No. Me he quedado para ver las procesiones.
Me miran con aire sorprendido, ese aspecto boquiabierto que originan los hechos insólitos. A continuación, sus ojos rastrean mi orografía epidérmica. Pretenden descubrir entre mis arrugas o debajo de mis canas algún resquicio que me identifique como individuo proclive a lo religioso. Les gustaría averiguar, me parece, si se oculta bajo mi cráneo la idea de la fe, ese extraño impulso conceptual que lanza la materialidad del ‘yo’ hacia la inmaterialidad del ‘otro’, ese punto inconcreto que despoja la mente de su ‘mismidad’ para entregarla a la ‘alienidad’ como una ofrenda o como un despojo, no sé.
—Nosotros no creemos, somos ateos. Agnósticos, o sea—. Lo aseguran con la fina superioridad de quien circula en un Mercedes SL500.
Así y todo, desde mi utilitario conceptual, me he dedicado estos días a contemplar los desfiles procesionales. Y compruebo que cada procesión es una manifestación religiosa. Las raíces de lo intrahumano se manifiestan en el fragor enfervorizado de los tambores y en la penitencial presencia de los encapuchados. La religión, ese lazo (re-ligare) que une misteriosamente al hombre con la divinidad, adquiere una momentánea dimensión casi cosmológica. Hay quien afirma, sin embargo, que no. Que las procesiones han devenido en una rutinaria y anual manifestación folclórica que excita la curiosidad del gentío, de la misma forma que puede excitarla un desfile militar o las majorettes de un circo. Dicen que se ha devaluado la fe. Creo que no. Los penitentes que desfilan no van allí para que los vean. No hicieron su compromiso con el vedetismo sino con una idea trascendente a la que entregan algo porque esperan, a su vez, algo de ella (la salvación, la redención, la remisión de la culpa, supongo). Pienso, por lo tanto, que quienes participan tienen fe. Con capirote o sin capirote, con túnica o sin túnica, calzados o descalzos. Se trata pues de una manifestación religiosa en la que se invoca, se recurre o se desagravia a la divinidad.
Siempre me ha cabreado el maniqueísmo insufrible de los que no soportan una manifestación religiosa. La consideran retrógrada, antiprogresista incluso. Se tapan la nariz con los dedos, en un claro gesto de desprecio, como si estuvieran tocados del don de la autenticidad. Ellos, sin embargo, pueden participar en una manifestación social (banderas y letreros reivindicativos), en una manifestación deportiva (camisetas, bufandas y gorros con los colorines del equipo), en una manifestación musical (decibelios, iconos y fetiches representativos del grupo), en una manifestación libresca (tenderetes, casetas, mercancía y fatuidad de la feria del libro), por ejemplo. Todo el mundo manifiesta de alguna manera gregaria y multitudinaria, también personal, su creencia en “algo”, su adhesión a “algo”. Incluso esos ejemplares arquetípicos que presumen públicamente de su condición de ateos, o de anticlericales, con la actitud engreída de quien presume de homo finimilenarius, muestran, me parece, una acusada dosis de inseguridad interior que los inclina hacia la manifestación resentida. Y como es sabido que cualquier resentimiento, aunque leve o minúsculo, se asienta en esa herida abierta en la profundidad de la propia estima, los resentidos no juzgan: odian. Y presumen, en consecuencia, de ateos. Pienso, sin embargo, amigo, qué quieres que te diga, que no son buenos ateos (permíteme la antonimia teológica). Quien es ateo, siguiendo sus convicciones personales e íntimas, lo es sin más. No presume de ello. No es un resentido. Sus referencias conceptuales lo han abocado a esa concreta opción personal que anula en su interior el hecho religioso. Nada más. Opción individual tan válida como la de aquél que elige la aceptación de Dios.
Así que, como te decía hace rato, decidí salir a la calle para ver las procesiones. A pesar del frío y del calabobos. (De paso, consideraba la frase del personaje descrito por Heinrich Böll, citado por Ansón: «Me aburren los ateos. Se pasan todo el día hablando de Dios»).

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