viernes, 14 de agosto de 2009

OH, EL (DES)USO
(10-7-1999)
JUAN GARODRI


Cuando vas con los amigos a tomar una copa, mismamente los fines de semana, los viernes noche si se tercia, por aquello de distraer la monotonía, y van y te presentan a un tío estupendo que hacía más de doce años, coño, o por ahí, que no se veían, yo es que me echo a temblar, qué quieres que te diga. Y me atenaza una incontrolable sensación de tedio que se carga irremisiblemente las chiribitas de la fiesta. Porque una de dos, o aguantas de varias tacadas el afán de exhaustiva información que el recién incorporado pretende endosarte, o sales de allí pitando con la inútil disculpa de que has olvidado las reservas encima del ordenador. Y como nadie en sus cabales iba a creerte, a más de considerarte raro y esquizoide, no tienes más remedio que elegir la opción primera y vestirte la coraza de la simpatía y soportar las embestidas del pelmazo que, como viene de Madrid, está a lo último de chismes políticos e incluso literarios.
De manera que a la media hora el recién incorporado ya se ha erigido en gallo del gallinero opinante y hasta las mujeres le ríen las gracias culturales y demás hojarasca libresca. Hasta que llega lo del progreso.
Bueno, yo es que cuando un tío se me pone a hablar del progreso es que me cabreo, no puedo remediarlo. Y cuando empieza a perorar sobre la modernidad progresista y dinamizadora de las actuales corrientes de la moda (literaria, estética o educativa) van los pelos del cogote y se me ponen de punta, que es la señal privada de mi enfurecimiento. Así que corto por lo sano, me planto en medio del grupo, elevo la voz y digo que vamos a ver, que es muy fácil, incluso cómodo, atribuir a cualquier actitud la cualidad de progresista, pero que antes de dicha atribución habrá que ponerse a discutir el concepto de progreso. El corte ha sido supremo, compruebo, porque el personal ha enmudecido repentinamente y me miran como si la cabeza me hubiera aumentado hasta adquirir el tamaño de un barril de cerveza.
—Qué quieres decir —preguntan.
—Quiero decir que si alguno de los presentes sabe en qué consiste el concepto de progreso, que lo diga.
Y arrancan poco a poco, como los tractores y las avutardas. Y me entero de que el progreso consiste en la superación de un pasado retrógrado, en la implantación de medidas para una sociedad de futuro y en la adopción de estereotipos independientes y libres. También me dicen que el progreso es igualdad y solidaridad. Eso pueden ser consecuencias meritorias del progreso, contesto. Pero queréis explicarme qué es el progreso, insisto, porque si se desconoce su esencia las consecuencias que se le atribuyen pueden ser tanto buenas como malas. Por ejemplo, la permisividad callejera, la consumopatía irrefrenable, las guerras promovidas por la OTAN para vender y experimentar nuevas armas, pueden ser también consecuencias del progreso pero, evidentemente, no son cualidades positivas.
Llegado a este punto, el pudor social me impide manifestar en alta voz la redondez de palabras que rozan el arcaísmo léxico, vamos que están como si dijéramos en desuso. Son palabras que uno oculta en el interior de la propia vergüenza y que nadie se atreve a utilizar para no caer en el descrédito o en la desconsideración carrozona y casposa del que está más anticuado que los balcones de palo. Estas palabras son ética, educación y respeto. Y si alguna vez te atreves a utilizarlas, pobre de ti, resuenan extrañas y anticuadas como si acabaras de extraerlas del Sebastián de Covarrubias.
En fin, que el personal pretende arrimar el progreso al ascua de su sardina privada. De esta forma se justifica, en aras de la progresía, el concepto de la libertad, por ejemplo, pretendiendo que el ejercicio progresista de la libertad consista en hacer cada uno lo que le dé la gana sin tener en cuenta las libertades del vecino. Y así, se atacan valores antes considerados sólidos (sin pararse a considerar si pueden seguir siendo válidos o no) porque no es progresista el hecho de afirmarlos ahora. No es cuestión de caer en la reducción simplista de la anécdota, pero podrían exponerse muchas. Basta considerar la degradación educativa en los institutos, lenta pero constante, las movidas alcohólicas de los viernes noche y la destrucción sistemática de la estética urbana y la subconsideración de los valores éticos y religiosos. Dicen que el progreso lo permite y que las actitudes contrarias son arcaicas y están en desuso. Así y todo, no me lo creo.

No hay comentarios: