viernes, 14 de agosto de 2009

LO DE INTERNET
(4-8-1999)
JUAN GARODRI

Suele lamentarse el gentío, como si fuera asunto propio, de muchas cosas. Ya sabes, de día y de noche se lamentan. Pero sobre todo a la hora de la siesta, esa hora modorrona y digestiva, más bien antidigestiva, en que uno se atiborra de sensaciones televisivamente eructantes para rematar la ensalada o las postreras rajas de la sandía. Así que el gentío, como digo, se lamenta a más no poder. Por ejemplo. Se lamenta de la mala suerte de los Kennedy, los pobres, que no va a quedar ni uno para perpetuar la saga. Se lamenta del asedio que la subprensa corazonera monta alrededor de Alexandra, cuarto vástago de la desdichada Carolina, tan acosada de matrimonios desgraciados en palacios y tragedias. Se lamenta del abuso futboleramente político (por no decir otras cosas) de Gil y Gil, amachambrado en sus reales marbellíes como un rey Fahd cualquiera, periférico y abundante. Se lamenta, en fin, de que Jesulín (que hay de todo) pretenda bautizar a su hija cuando él ni siquiera se ha casado, actitud “muy malísima”, en opinión de su suegra. Hay lamentos para abastecer los gustos del gentío. (Nadie se lamenta, en cambio, o al menos tan alborotadamente, de los podridos acontecimientos de Manresa, de Bañolas o de Torremolinos. Pero esto sólo lo he pensado. No quiero decirlo).
Así que, amigo, yo no voy a ser menos. Y también voy a lamentarme. Mayormente a quejarme. De Internet. Porque es que manda huevos lo de Internet. —Disculpa y admite, juntamente, el disfemismo, a pesar de que el uso lo haya prácticamente desemantizado desde aquel revoloteo gracioso que armó Trillo cuando lo utilizara, hace tiempo, en el Congreso—.
Resulta que todo el mundo, poco a poco, va incorporando Internet a su ordenador, de manera que cualquier quisque habla de las maravillas cibernéticas con esa abundancia redundante y magnificadora con que Hermida narraba —se cumple en estos días el aniversario trigésimo— la llegada del hombre a la luna. ¿Y para qué vale Internet?, pregunto. Me miran con esa simulada conmiseración y alarma, pelín de guasa, con que se mira al que lleva la bragueta abierta. Pero, hombre, para comunicarse, me dicen. Tú no sabes la cantidad de comunicación que puede uno mantener con Internet. Y de información. Bueno, es que puedes estar informado todo el día, y por la noche. Y hasta puedes crear tu propia página web y relacionarte con quien quieras, y entrar en debates. Les digo que está uno sobresaturado de información y que se me erizan los pelos del cogote si pretendo acaparar toda la información que me es diariamente ofrecida. Les digo que mi estrés cuasidepresivo se debe a la esquizoide pretensión de leer diariamente dos o tres diarios nacionales, además de el HOY, para estar informado, las separatas culturales de fin de semana, más algunos semanarios de información y pensamiento, más alguna revista mensual de información y crítica literaria, todo ello a trompicones y a saltos porque quisiera uno informarse de todo y no es posible. Les digo que recorro las páginas con apresuramiento y angustia, con una acelerada deglución informativa que me deja la boca árida y salinizada como si acabara de engullir en seco dos o tres bocadillos de salchichón. Por si fuera poco, me trago los boletines de noticias en la radio del coche, con mando en el volante para cambiar ansiosamente cada dos por tres a emisoras diferentes. Más. Les digo que llego a casa ya mediado el sonsonete de los telediarios, y zapeo sin parar con triste hambruna de información y de noticias. Y menos mal que el bigote monocorde de Pedro González me acoge en la somnolencia del ciclismo y me echo un sueño. Todo eso les digo a los paladines de Internet. Pero ni por esas. Millones de direcciones, millones de información, insisten, millones de noticias, millones de gráficos, millones de datos. Internet es una maravilla tecnológica. Puedes entrar en cualquier universidad, en cualquier biblioteca de cualquier universidad y en la Moncloa y en la Zarzuela y hasta en el Pentágono y en la Casa Blanca, fíjate. Y hasta puedes comprar lo que quieras porque hay tiendas electrónicas. Y no sólo eso. Puedes bajar a tu pantalla lo que quieras, cualquier programa informático, cualquier cuadro del Prado o del Louvre, lo que quieras, hasta tías puedes bajarte si quieres, fíjate. Y lo del correo electrónico es que ni te cuento. Una maravilla. Puedes mandar tus escritos o tus ideas o tus opiniones a quien quieras, al periódico, a otro cibernauta. En fin, tú te lo pierdes.
No tuve más remedio. Me decidí a que me instalaran Internet y, después de no pocas vacilaciones y dudas del técnico (vuelta a abrirle las tripas al aparato porque el móden interno sólo hacía ¡bip! ¡bip! y no conectaba, inexplicable, no lo entiendo, decía), quedé solo, aislado en la pura tecnología, no muy tranquilo, y me determiné a navegar.
Desde entonces, han transcurrido tres o cuatro meses. Y lo reconozco, más que navegante, soy un náufrago. Cada vez que me adentro en las tareas de la navegación, los mensajes son de este tipo: «No se puede establecer conexión con el servidor, conexión fallida, primer intento de cinco, vuelva a conectarse», y así. Después de varias o múltiples e inútiles intentonas, logro conectarme. Trascurren doce minutos, o más, y empiezan a aparecer los colorines de Ole o de Yahoo. El reloj de arena se eterniza. Escribo la dirección de algún periódico o de algún museo. Cuando empiezan a bajar las páginas o las fotografías ¡por fin!, me froto las manos, porque ya estaba a punto de largarme más allá del extranjero. En ese instante, el móden interno hace ¡bip! y se desconecta. Vuelta a empezar. Después de otra media hora de intentona navegante, estoy a punto de conseguirlo. Pero aparece la familia y me sugiere que ya está bien de acaparar el teléfono. He tenido que instalar una segunda línea. A final de mes, la factura del teléfono indica más de sesenta apuntes de 14,47 minutos por los que tengo que pagar sin haberlos disfrutado. Son las conexiones fallidas, dicen.
Así que he vuelto a mis lecturas y a mi rutinario caudal de información escrita y diaria, como antes. Que la todopoderosa, celestial y sacrosanta triple WWW perdone mi descreimiento. Al menos hasta que Telefónica amplíe la capacidad de los servidores. O nos concedan la tarifa plana. Todo puede ser.

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