viernes, 28 de agosto de 2009

LA BIBLIA
(22-7-2001)
JUAN GARODRI

Ahora se anda escribiendo y se traducen obras sobre la Biblia, con más abundante apariencia que otras veces, fuera del ámbito de lo religioso. Ante algún suceso determinado, algún acontecimiento personal principalmente, pero también ante la aparición de un incidente fortuito o provocado, o ante algún acaecimiento de carácter social, una desgracia mayormente, uno recuerda algún pasaje de la Biblia grabado en la memoria de quienes estudiamos la Historia Sagrada en el colegio. La Biblia era la palabra de Dios, esa manifestación verbal de la divinidad que, al no poder hacerse visible a través de una presencia ocular, se hacía presente a través de la palabra escrita. La idea del pecado aleteaba en nuestras infantiles coronillas (algunas de tres indomables y empelijincadas cotorinas) cuando observábamos el taimado enroscamiento de la serpiente alrededor del árbol de la ciencia del bien y del mal. Se abrían nuestros ojos y se herían nuestros indefinidos sentimientos al comprobar la que nos caía encima cuando el ángel de espada flamígera expulsaba del paraíso a nuestros primeros padres, que era como comprobar vagamente que éramos despedidos de una felicidad indeterminada para entrar a formar parte de una desgracia cierta.
(Se olvida, con frecuencia, que la Biblia gira alrededor de la palabra, se fundamenta en el valor de la palabra. In principio erat Verbum et Verbum erat apud Deum et Deus erat Verbum. «Al principio ya existía la Palabra, la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios» (Juan, 1,1). Este juego de palabras, aparentemente logomáquico, tiene sin embargo un profundo sentido en cuanto que muestra la intención del autor sagrado, la intención de conectar el texto con la comunidad a la que va dirigido, a pesar de la pluralidad de lecturas que de él puedan hacerse. Así ocurre, por ejemplo, en los libros proféticos, que se fundamentan en la palabra, porque los profetas no fueron escritores sino hombres de la palabra viva y directa. Tan sólo Jeremías dictó su discurso a Baruc, pero este es un caso aislado. Los discípulos de los profetas recogían sus palabras y las transmitían oralmente y, muchas veces, las utilizaban para criticar duramente acontecimientos políticos, sociales y religiosos, lo cual que a alguno de ellos les costó la pellica. En el fondo, toda la Biblia es la Palabra. Hoy nos cuesta entenderlo debido a la crisis que atraviesa la palabra. La crisis de la palabra no es más que la crisis de nuestra fe en la palabra.)
Otro aspecto bíblico que nos resultaba sorprendente era la cuantía casi infinita de los números. Ignorábamos que los números no resaltan en la Biblia su poder cuantitativo, sino su valor simbólico, un valor dotado de significaciones precisas para evitar la incertidumbre, esa causa de inseguridad y de angustia terrenas, de tal manera que, por medio de los números, la realidad llegara a hacerse manejable y tranquilizadora. Nos fascinaba aquella lluvia ininterrumpida del diluvio con sus cuarenta días y cuarenta noches, cortinas de agua interminable que encontraban su fin el día cuarenta y uno. Nos admiraban aquellas edades de los patriarcas, trescientos, quinientos, setecientos, novecientos años, como si su longevidad acrecentase los propios deseos de una vida juvenilmente imperecedera. Nos fastidiaba un poco el hecho de tener que perdonar hasta setenta veces siete, es decir, cuatrocientas noventa veces, al imbécil del vecino, lo cual que resultaba como imposible. Además de los números, había frases bíblicas enigmáticamente temibles. Y como uno siempre andaba entre la bondad y la maldad, nos asustaba que Dios nos arrojase de su boca porque no éramos ni fríos ni calientes, es decir tibios, ignorando que la frase no era más que un apotegma judaico para definir la bondad o la maldad comparándolas con el agua de las termas: agua tibia, mala; agua fría o caliente, según apeteciese, buena. Nos estremecía pensar que jamás nos salvaríamos, porque uno deseaba ser rico, y resulta que era más difícil que un rico se salvara que un camello entrara por el ojo de la aguja (el 'ojo de la aguja', el portillo de la muralla sur de Jerusalén). Nos espantaba la certidumbre de que arderíamos para siempre en las llamas de la gehenna, entre humo y pestilencias, desconociendo que la gehenna era el basurero de la ciudad... Era la Biblia que nos atraía y a la que, tal vez, temíamos.
La Biblia. Ahora se habla de ella. Acaba de traducirse el libro titulado Pensar la Biblia. Estudios exegéticos y hermenéuticos, del exégeta belga André Le Cocque y el filósofo francés Paul Ricoeur. He leído algo de Gustavo Martín Garzo y de Jesús Ferrero sobre la Biblia. Y se editan ‘Imágenes del Antiguo Testamento’, una recopilación de grabados de Hans Holbein, una nueva traducción de los salmos y un diccionario de las Sagradas Escrituras con el objeto de conseguir un detallado mapa bíblico, así como aproximaciones a los mandamientos (los ‘quince’ mandamientos).
Se insiste en la Biblia como obra literaria, en su carácter épico-sapiencial y en sus aspectos históricos, filosóficos y sociológicos. Algo olvida, sin embargo, todo este actual revoltijo bíblico: que la Biblia es, ante todo, un libro religioso.

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