viernes, 28 de agosto de 2009

REGALO ENVENENADO, DICEN
(8-7-2001)
JUAN GARODRI


Otra vez la misma canción. Acaba el curso escolar, y ya tenemos la canción prevacacional. Y es que no puede ser. En España no puede haber tantas vacaciones. Somos el País que más vacaciones escolares tiene de la Unión Europea (dicen). Así que abre uno los medios de comunicación escritos, y te encuentras con el sonsonete de siempre. De la misma manera que en diciembre te acogota la meliflua musiquilla de los villancicos, esa manifestación tediosa de la bondad, sonsonete definitivamente insoportable y turronero del cantiquillo navideño (originalísima melodía que desea paz digitalizada y felicidad tontorrona a todo quisque que adquiera seiscientos cincuenta gramos de jamón cocido y una botella de tinto medianamente aceptable), pues así también ahora.
Llega el final del mes de junio, como quien no quiere la cosa, y no falla: desde todas partes te embadurnan las meninges con lo de las vacaciones y lo del fracaso escolar, esa melodía quejicosa que pretende resaltar el mal funcionamiento del sistema educativo, por una parte, el rostro pétreo y granítico del profesorado que se hincha de días sin trabajar, por otra, y el gravísimo perjuicio que con ello se ocasiona al alumnado y a la sociedad en general, por último.
Aunque bien mirado, quizá tengan razón. No hay mayor inversión social (aunque no tanto inversión política, a lo que se ve) que la que se lleva a cabo en enseñanza y en educación. Porque se habla mucho de invertir en educación y se habla poco de invertir en enseñanza. Pienso que en el patente desequilibrio que existe en la aplicación de estos dos conceptos (educación versus enseñanza) se fundamenta la actual crisis de legitimación del sistema educativo. Y digo versus, porque parece que el personal se empeña en oponerlos. Como si se tratara de conceptos antagónicos o excluyentes, cuando no contrarios, como si la educación encontrase para su desarrollo un obstáculo poco menos que insalvable en la enseñanza, y la enseñanza no pudiera llevarse a cabo porque disminuye los ‘parámetros’ normales de la educación. El papanatismo experimentalista de la Logse, en algunos de sus aspectos, ha pretendido resaltar el papel de la educación en menoscabo de la enseñanza. Como si la disminución de saberes, o su reducción, promocionase el hecho educativo hasta el punto de confeccionar un itinerario personal que convirtiese al alumno en un ‘homo trimilenarius’ dotado de excelentes cualidades técnicas pero de nulas capacidades intelectuales.
Así que, bien mirado, quizá tengan razón quienes insisten en que el sistema concede demasiadas vacaciones escolares. Y es cierto. Se necesitan más días lectivos para que el alumnado aprenda, no solo para que se le eduque. Dice Rafael Puyol que se concede escaso protagonismo a los fines de la educación «tema que quizá ha quedado eclipsado ante la avalancha de debates sobre los medios, los diseños curriculares, los problemas de la financiación y ahora las nuevas tecnologías[...]». Repito: Más días lectivos para adquirir conocimientos (contenidos conceptuales, dicen los nuevos ricos didácticos), conocimientos nutrientes de esa riqueza cultural e intelectual que, a la larga, instale al estudiante en el ámbito de la libertad. El solo desarrollo de capacidades no convierte al ser humano en un ser libre, el desarrollo tiene que ir unido a la adquisición de saberes (conocimientos) que lo instalen en la propia decisión, conocimientos que le enseñen a diferenciar entre libertad personal y manipulación, a distinguir entre su opción personal y la opción que le coloque entre ceja y ceja, como quien no quiere la cosa, el manipulador de turno.
Pensé que la reclamación de menos vacaciones y de más días lectivos era para eso: más enseñanza y, tal vez, más educación. Sin embargo, me ha invadido el pasmo. Leo en Los Domingos de ABC lo siguiente: «Cada vacación escolar abre de par en par las puertas de una crisis. Primero fue la curiosa ‘Semana blanca’, que noquea a los padres trabajadores y premia a niños y docentes con cinco días in albis; luego cruzamos ‘puentes’ por donde veíamos desembocar el curso en estos casi tres meses de descanso estudiantil que pone patas arriba la escasa disciplina académica y la organización familiar. Al margen del conflicto entre padres, políticos y profesores, los tejedores de sueños infantiles miran con estupor lo que se le viene encima. Un regalo envenenado que nuestros escritores, y por mayoría absoluta, aprueban, en parte, abolir».
Así que el pasmo me invade. Por varias razones:
a) Se exige menos vacaciones, al parecer, no para desarrollar la enseñanza y la educación sino para que los hijos no permanezcan en sus domicilios ‘obstaculizando’ penosamente el trabajo de los padres;
b) Se pide opinión acerca de la bondad/maldad de las vacaciones a escritores de literatura infantil y juvenil: no se le pide, en cambio, a ningún profesor.... Ignominioso. Se prescinde de la opinión del profesorado, esa especie de ‘criada-para-todo’ didáctica (realmente son quienes conocen el asunto), con la misma despreocupación con que, ante un problema familiar, se prescinde de la opinión de la sirvienta;
c) Otros medios exponen el fracaso escolar como producto indirecto de las vacaciones, o como una enfermedad que la sociedad contagia, por una parte, y el profesorado, por otra. Puede que la sociedad influya en el fracaso escolar. Pero olvidan estos mesías del análisis psicopedagógico que la desilusión del profesorado y el desánimo en las aulas no está provocado por su ineficacia sino por las actitudes negativas de los propios alumnos, que no se dejan educar. «Ese es desgraciadamente el panorama que tenemos a mano», dice Valentí Puig, «consecuencia de la descomposición y el deterioro generado por reformas educativas y experimentos pedagógicos que se nutren fundamentalmente de la insensatez».
Ese es el regalo envenenado, y no otro.

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