viernes, 14 de agosto de 2009

LA METAFÍSICA Y TAL
(16-8-1999)
JUAN GARODRI


Si yo fuera escultor, iba y me ponía a esculpir una estatua de la Metafísica, tal como la representaban los antiguos, que sabían un rato de estatuas. Porque los antiguos se entretenían constantemente en hostigar las abstracciones, los conceptos, las virtudes e incluso los vicios si me apuras y, una vez domesticados, les atribuían una figura antropomorfa y los inmortalizaban en piedra para ornamentar las ágoras, los templos y los arcos triunfales. (No como ahora, que están tan mal vistos los conceptos —las virtudes es que hasta huelen horrorosamente— y, a lo más que se llega, es a pagar unos millones a cualquier escultor arrimado a las instituciones para que esculpa una figura abstrusamente geométrica, cuanto más grande mejor, y a erigirla en el centro de la plaza, llena de representatividad y de progreso). Si yo fuera escultor, ya te digo, inmortalizaría la Metafísica a través de una imagen femenina, con su cetro y todo, mirando hacia lo alto del empíreo, con los ojos tapados para que no la cegara el esplendoroso resplandor de la sabiduría (de la sabiduría hodierna, digo).
Y es que, amigo, me ha dado por ahí. No tienes más que escuchar el altisonante batiburrillo de algunos locutores/as de radio extendiendo sus explanaciones filosóficamente metafísicas —con pleonasmo y todo— sobre, por ejemplo, determinados grupos musicales. Verás. A eso de las cinco o las seis de la tarde, o por ahí, despiertas del modorreo sestero en el sillón y te apresuras a apagar la tontuna televisiva. Ya sabes, esa manifestación horteramente alegre de concursantes que, con los ojos tapados, meten la mano en una urna con callos a la madrileña, bien coreados por gritos, aplausos, silbidos y ovaciones del público. Así que apagas el bodrio y, como amparo de navegantes, conectas la radio.
¡Ay, amigo! La voz filosóficamente grave de un enteradísimo locutor (esa voz a caballo entre la liturgia de los monasterios medievales y las cazadoras de cuero, que es el hábito litúrgico de las ceremonias punk), te adentra poco a poco en el misterio. Sean Connery no lo hubiera hecho mejor en El nombre de la rosa, de feliz recordación. La metafísica musical (porque el tío está haciendo metafísica, no hay duda, inmerso en la conceptualización hagiográfica) desmenuza con silogismos cuasi escolásticos las interesantísimas andanzas, obra, vida y milagros, de algún famoso (que ya no es gay ¿o sigue siéndolo?, que ha renunciado a sus amoríos con la heroína ¿o no ha renunciado?, que ramonea entre la droga, las sectas y el sexo, que viste pantalones de trabajo y que ya no se repite porque ha adquirido un léxico de base), y el papel importantísimo, el “papel crucial”, insiste, que el grupo del famoso ha jugado en el pop británico de los 90. Los añicos metafísicos saltan por los aires cuando cita, con inglés engolado e imperfecto, los títulos de su noveno single que triplica el subidón que provoca el éxtasis enmarcado en un sello techno-trance, aunque, eso sí, al famoso ya no le interesa el glam porque lo aburre. Y el locutor guarda unos segundos de metafísico silencio. Abrumado me quedo, incapaz de ponerme un compacto con alguna sonata de Beethoven para no considerarme un impío techno-musical.
Si abrumado, ya digo, por tanta espiritualidad techno-imperante, voy y cambio de emisora, puede que no escape, así por las buenas, del acoso verborreico y metafísico. Porque también se hace metafísica de la gastronomía, por ejemplo. La única diferencia es que en el tratamiento de la gastronomía la voz del locutor ya no es tan monacal. Desarrolla ahora una metafísica pragmática y olorosa (si es que la elucubración puede ser pragmática y pueda transformarse en olores el concepto), de manera que la voz se alza en las ondas con mesurado regocijo y entonación jovial y placentera, cual corresponde a la cultura de platos y cocinas.
Por otra parte, la metafísica gastronómica no se airea en solitario. Es, más bien, una participación. Por eso se invita a tertulianos que emiten complacidos pareceres sobre satisfacciones guisanderas. Y así, con apetito y convencimiento, se filosofa sobre las excelencias culinarias del queso, del jamón y el cochinillo, del chuletón y la paella, o de salsas y otras “gourmeterías”, con esa unción reverencial de los monjes prerrománicos en los ágapes solidarios. De manera que uno se queda con la boca abierta cuando escucha sesudas disertaciones metafísicas acerca de los campos de interés afines al bacalao y su proyección sobre la cultura peninsular. O las aserciones filosóficas sobre las diferentes fórmulas utilizadas en la preparación del gazpacho y su influencia en la (sub)cultura de la España profunda. O las disquisiciones sobre las exigencias requisitorias para conseguir una excelente condimentación de la paella y su influencia en la cultura de las conciencias autonómicas, según qué ingredientes contenga, a saber, marisco, pollo, conejo, cabrito, lechón o pimientos morrones.
Y no se queda atrás la metafísica de los vinos. ¡Hay que ver lo que algunos saben de vinos! Conocen la añada, la reserva, la gran reserva, la crianza, la cosecha y hasta los nombres de la uva empleada para cada marca, fíjate. Y filosofan acaloradamente sobre hechos trascendentes: cuántos años se conservó el caldo en barrica de roble, qué virtud extrañísima y añeja dota al vino de un final alargado y goloso que es lo que hace sabroso a un vino, cómo se produce la cocción y la fermentación, cuántos grados y glucosa debe contener el mosto. Y hablan de todo con un metafísico poderío que te deja anonadado. Y hasta conocen la temperatura en que debe servirse el caldo. Y escancian sabios consejos: que si tinto para el asado, que si rosado para la carne roja, que si blanco para el pescado. Y hasta hay quien averigua, sólo por el olor, si al enólogo se le ha pasado la mano en lo del metasulfito. Un verdadero prodigio de sabiduría enológica.
Envidioso me quedo, incapaz de zamparme un cuchifrito o de saborear un Tentudía del 86. Y es que mi analfabeta metafísica gastronómica ni es metafísica ni es nada. Porque se reduce, con frecuencia, al puré de calabacín y al yogur con manzana, ay.

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