lunes, 31 de agosto de 2009

VECINDAD
(17-8-2001)
JUAN GARODRI


Todo empezó hace un año y medio, tiempo aproximado en el que mi cuñado lleva viviendo en su nueva casa. El estaba tan a gusto en su piso de toda la vida, rodeado de vecinos que se contaban chascarrillos en las reuniones trimestrales de comunidad, acostumbrados a verse en el bar de la esquina y a comentar sus fobias futboleras entre la abundancia espumosa de los cortos. Era una vida tranquila y afable. Todo el mundo se conocía en el bloque y todo el mundo sabía de quién era la bolsa de basura que apestaba a raspas de sardina junto a la puerta del ascensor en el garaje, de quién eran los gritos que salían del 5º a la hora de la comida, y de qué cocina procedía el olor a repollo que invadía el patio interior los martes y los viernes de todas las semanas del año.
Mi cuñado, ya digo, estaba tan a gusto en su piso de toda la vida, manteniendo relaciones de franca amistad y camaradería con casi todos los vecinos y con algunas vecinas, excepto con aquella del primero izquierda, tan rechuplosa como una Ava Gadner de los cuarenta, encaramada en el engreimiento de sus lacas y ondulaciones, estirada y orgullosa, que lo miraba por encima del hombro, esa mirada distante que lanza la mujer autoconvencida de su belleza. Mi cuñado tragaba saliva y me contaba que lo pasaba mal y que la situación se tornaba casi desagradable si coincidían en el ascensor, lugar comprometido en el que apenas se dirigían la palabra y llegaban, si acaso, al parco comentario de aventurar que el día estaba nublado, o frío, o caluroso, y después el silencio. Y yo no le he hecho nada, me decía, al contrario, su marido se lleva bien conmigo y hasta nos invitamos de vez en cuando a una caña. Yo lo animaba y le recordaba que el alma femenina es indescifrable y que, según algunos psicólogos, a veces simulan actitudes contrarias a sus sentimientos, de lo que podría deducirse que tal vez yo le resultaba atractivo, razón por la que disfrazaba esa sensación considerada inconfesable con la estirada mueca de su rostro. Mi cuñado me decía, No, qué va, qué va, qué tonterías dices, halagado en el fondo de que la seria belleza de aquella vecina pudiera inclinarse, siquiera oculta y emocionalmente, hacia la indefinible realidad de la atracción.
Todo cambió hace año y medio, aproximadamente. La promoción de las viviendas unifamiliares, esos apiñamientos que proliferan en las entradas (o salidas) de las ciudades tal como los hongos proliferan en los prados como una peste vegetal, redobló en el tambor de su cabeza como en un cuenco vacío y la idea de poseer una vivienda unifamiliar fue abriéndose paso, imperceptible pero inexorablemente, en el reducto de su voluntad. El señuelo de vivir en el campo (más bien de vivir como si se estuviera en el campo) lo seducía. ¡Qué felicidad, levantarse uno al amanecer y apreciar el manto aljofarado de la aurora, respirar el aire puro prohibido a las cristaleras de los pisos, caminar en un jardín que es tuyo, lejos de la propiedad ciudadana y ajeno a la ordinariez de las defecaciones caninas!
Así que mi cuñado, poco a poco, fue picando en el señuelo de la diferencia hasta que llegó el día en que abandonó el apiñamiento vertical de los pisos y lo cambió por el apiñamiento horizontal de la urbanización. Yo le decía que en realidad no apreciaba la diferencia, total era trasladarse de un apiñamiento a otro, y que todos los apiñamientos son semejantes en tanto en cuanto reproducen la misma falta de originalidad, sea el apiñamiento horizontal o vertical. Él hacía gala de un mosqueo amistoso y me decía que no podían compararse el piso y la casa, que era pura envidia lo que me movía a hablar así y me instaba a que probase y yo también me trasladara a la urbanización.
Fui a visitarlo. La casa era preciosa, el jardín encantador. Según me contó, las noches del invierno habían transcurrido en medio de una calma dichosa, acrecentada por los 22 grados de la calefacción y el amoroso fuego de la chimenea avivado por los vinos y las tapas de las invitaciones nocturnas a los amigos. Pero llegó el verano y sus largas noches cálidas. Los vecinos se congregan en los porches y en las entradas, presumen de su particular Falcon Crest y se multiplican con la tenacidad de las hormigas en patios y jardines, esas terrazas privadas con las que sustituyen las terrazas de los bares. Los vecinos pueblan sus jardines y organizan juergas casi diarias. El humo de las barbacoas obliga a cerrar las ventanas y el olor incesante de chuletillas y sardinas provoca arcadas de saturación gástrica. Los niños corretean entre las calles, chillan en medio de su agresiva ingenuidad, se retan con las bicicletas, se pelean por el agua del grifo. A las tres de la mañana sigue la juerga. Los niños continúan incansables en sus bicicletas y los adultos eructan la cerveza mientras el gracioso de turno cuenta chistes pedregosos que provocan incesantes risotadas.
Mi cuñado, acostumbrado a acostarse pronto, ha perdido la tranquilidad y el silencio a pesar de los tapones que se coloca en los oídos. Todos los días llega a la oficina con una resaca impresionante sin haber bebido, ojeroso y descuartizado. Añora las ondulaciones de su antigua vecina, sus miradas por encima del hombro y sus silencios en el ascensor. Y desea fervientemente que llegue el invierno y los vecinos vuelvan a sus adosadas madrigueras.
Ha sido su primer verano. Ahora desea que hubiera sido el último.

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