lunes, 24 de agosto de 2009

LAS CAMPANAS
(6-5-2001)
JUAN GARODRI


Hace pocos días estuve en una Romería, ya se sabe, fiestas que te trasladan a la infancia a través de un túnel abierto en el reguero de la evocación, túnel excavado en el recuerdo, ese terreno resbaladizo entre la evocación y la pesadumbre. Las romerías siguen conservando la esencia entrañable de los pueblos. Gracias a las romerías los pueblos siguen siendo pueblos, siguen manteniendo la vitalidad antigua de la convivencia y de la relación personal. Las romerías mantienen el fervor de la primavera que empieza a asentarse en los primeros brazos desnudos, en los primeros torsos morenos y en los primeros fulgores de la piel de las muchachas. La romería es el lindero de la piel que emerge desde la blancura del invierno para ir a posarse en la luz morena de las ermitas. No hay pueblo sin romería. A pesar de la tómbola y de las muñecas chochonas, a pesar de las casetas de tiro y de los chiringuitos de churros, a pesar de los doscientos mil decibelios de los altavoces de las atracciones de feria, a pesar de las cantinas de cervezas y pinchos, a pesar del batiburrillo (des)aparcado de los coches, las romerías siguen congregando la aspiración íntima del encuentro entre la persona y la naturaleza, entre el pensamiento y el temperamento, entre la vida y el origen, el encuentro entre dos amantes que coinciden en el abrazo después de estar separados por la desavenencia.
Sin embargo, el ramalazo evocativo me lo produjeron las campanas. Y me fastidió tener que doblegarme a la evocación. Porque uno se hace el duro, qué dices, a la mierda la nostalgia, un blandengue, eso eres conmoviéndote ante las lágrimas del gentío que grita vivas al santo patrono. Y envolviéndolo todo, el sonido de las campanas como una trampa sonora y rotunda, una malla resonante que se extendía entre las encinas y ascendía hasta alcanzar la costura de las nubes. Las campanas acercan la infancia perdida y percuten en la intimidad con insistencia virginal. Exploran los recovecos de la sensibilidad y abrazan el espacio hasta colmar la insistente relación entre libertad y cautiverio que desprenden los desasosiegos. Como las campanas, querías ascender la espiral de la libertad, ser libre como ellas para gozar del viento, poblarlo y revivirlo hasta dejar de ser lo que eres, poseerlo hasta alcanzar el eco de las propias lejanías. El bronce de las campanas fecunda la comunicación entre el cielo y la tierra y define la eficacia de su llamada, esa acepción material de la llamada que convoca y libera.
Presentía que estaba cayendo en la trampa de la evocación, así que a la mierda la nostalgia, ya digo, y a materializar la debilidad de los recuerdos en la caña de cerveza. Me dirigí, como todos, al tenderete de las bebidas. El ruido de las conversaciones aumentaba a medida que el vino, la cerveza y los entremeses de tortilla, chorizo curtido, lomo cular, queso curado y jamón de pata negra (con sus lonchas relucientes y húmedas) iban siendo devorados sin compasión ni reverencia. Todo el mundo es consciente de que, en tales circunstancias, el papeo consti­tuye un señuelo característico y tipificado para aceptar la invitación y, en consecuencia, el personal lleva (enmascarado, eso sí) el firme propósito de aplicar al refrigerio, sin demasiadas deferencias, aquello de que quien da primero da dos veces. De manera que cuando terminó la procesión y el mayordomo dio la señal de ataque, sin preocuparse nadie ya de manifestar remilgos blandengues ni ademanes educados (usted primero, no faltaba más, o sea), unos y otros nos lanzamos con atropello sobre los platos cuyos sabrosos contenidos iban desapare­ciendo irrespetuosa y velozmente en orden inverso al antes enumerado, es decir, jamón, queso, lomo, chorizo y tortilla. Saciados los impulsos iniciales y atemperados los acuciantes razona­mientos de los jugos gástricos, cada cual fue acomodándose a la llamada de las simpatías y los afectos y, con inexorables movimientos de pleamar asociativa y gregaria, fuimos desgajándonos de unos y arrimándonos a otros, hasta formar corrillos segregados y estancos, curiosamente, de hombres con hombres y de mujeres con mujeres, dando de lado, ostensiblemente, a prejuicios de tipo machista o feminista. No sé de qué hablarían las mujeres. Pero a mí se me ocurrió sacar a colación el tema de las campanas, la esplendorosa belleza de su sonido y cosas así. Me miraron como al que acaba de pronunciar la memez del siglo (XXI). Y mi colega de sufrimientos, ese con el que llevo tantos años remando en la misma galera, especialista en temas de educación por más señas (días antes me había comentado el artículo de Fernando Savater sobre “educar o domesticar”), me dijo que me dejara de cuentos y que, para belleza esplendorosa, me fijara en la cintura licuescente de las muchachas. Hacía rato que las campanas habían dejado de tocar.

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