domingo, 16 de agosto de 2009

NOSTRADAMUS Y EL INFIERNO
(4-3-2001)
JUAN GARODRI

Desde siempre, el hombre se empeña tenazmente en la consecución de lo imposible, a saber, la averiguación del futuro y, sobre todo, el conocimiento de acontecimientos futuros. Supongo que todas las culturas, desde Adán para acá, lo han intentado. Pero vamos, ahora mismo mi memoria solamente se remonta a la época romana. Los augures, aquellos sacerdotes que vivían del cuento de interpretar la voluntad de Júpiter para aplicarla a los actos de la vida pública, se valían de auspicios para su menester, bien concentrados en el auguráculo y bien adornados con su toga pretexta. Ya se sabe que a pesar de la parafernalia pontifical acertaron poco.
Michel de Nostre-Dame, que fue médico de Carlos IX y de Catalina de Médicis, adquirió notoriedad en el ejercicio de la medicina, y hoy nos hubiera venido como anillo al dedo, que se dice, para combatir lo de las vacas locas y la fiebre aftosa porque adquirió notoriedad especialmente por sus remedios contra las epidemias que asolaron Francia en aquel tiempo. Pero Michel de Nostre-Dame también fue astrólogo, y de mucho fuste, porque con los conocimientos rudimentarios (o quizá no tan rudimentarios, como suponemos desde nuestra actual petulancia científica) que poseía, fue capaz de pronosticar, y acertar, la muerte de Enrique II y de publicar almanaques con anuncios meteorológicos, algunos de ellos acertados, sobre todo Las Centuries, aparecidas en Lyon en 1555, relativas a acontecimientos futuros que se verificarían a una distancia de siglos. Y aunque las escribió en verso (de ahí lo del “las” porque utilizó cuartetas), hizo sus predicciones en medio de un lenguaje cabalístico y enigmático que inducía más a la confusión que al estremecimiento. Pero la gente lo creía.
Poco se imaginaba, sin embargo, Michel de Nostre-Dame, Nostradamus, aquel médico y astrólogo francés del siglo XVI, el descrédito en que iba a caer 550 años después de haber efectuado sus predicciones. Es que no ha dado una.
Cuando yo era adolescente, se me ponían de punta los pelos del cogote cuando pensaba en el terremoto gigantesco que destruiría el mundo en 1960. Así que cuando llegó la fecha fatídica, me fui al trote hasta los Cuestos de Mínguez y allí me mantuve durante horas, sentado en una peña, sin comer ni beber, mirando la catedral y el castillo que iban a desmoronarse de un momento a otro, engullidos por las grietas del suelo y el desbordamiento sin límites del Alagón. Al anochecer tuve que volver a casa, respirando tranquilo porque había salvado el pellejo, (o lo salvaría, porque si no se había hundido el mundo a lo largo del día era de suponer que tampoco se hundiera en las pocas horas que faltaban para que terminase) y pelín decepcionado porque durante aquellas horas de angustiosa espera no se había movido ni el aire.
En nuestros días, los señores científicos, que son los augures del tercer milenio, se empeñan en descolocar nuestras aprensiones y van y se reúnen en Ginebra para que nos zurremos vivos con sus predicciones, la mar de pesimistas. Bueno, desde el hambre hasta las inundaciones, desde la sequía hasta las enfermedades provocadas por todo tipo de virus, estaremos rodeados de desastres. El Planeta será, según donde a cada uno le toque la china, o inmensas extensiones anegadas bajo el nivel de las aguas a causa del calentamiento progresivo de los conos polares, o un gigantesco desierto acuchillado por el sol y la sequía producida por el cambio climático, o un inconmensurable cementerio en el que irán acumulándose los cuerpos sin vida de los seres humanos que ya, a esa altura del desastre ecológico, ni serán seres humanos ni nada, destruídos por virus, enfermedades, plagas, padecimientos y desgracias sin cuento.
Llegados a este punto de la reflexión destructiva e ignívoma, ¿qué diferencia puede establecerse entre el infierno escatológico y el desastre ecológico? Salvo la imagen de Pedro Botero removiendo con el tridente el hirviente líquido de las calderas, ninguna. Ya se sabe que a cada pecado correspondía una buena aguadilla en el líquido apestoso y un buen pinchotazo que el demonio correspondiente nos aplicaría en las posaderas. Y eso ocurriría durante toda la eternidad, ahí es nada. La eternidad, aquella bola de hierro recorrida sin cesar por una hormiga hasta conseguir partir en dos la bola: pues bien, en ese momento no hacía más que empezar la eternidad. ¡Horror! Billones, trillones de aguadillas y de pinchotazos en el trasero y aún no había empezado la cosa. Un infierno parecido predicen los científicos.
Puede que tengan razón, pero pienso que, en lugar de asustar al personal, deberían dirigir sus amenazas contra la poderosa industria internacional y contaminante. Por ejemplo, prohibir a nivel mundial la fabricación de coches que utilicen como combustible el petróleo y que obliguen o impongan la fabricación de vehículos movidos por energía eléctrica o solar. Que prohíban a nivel mundial la fabricación de armas químicas y obliguen a la utilización del uranio con fines pacíficos. Que empalen sin consideración a las grandes compañías madereras que destruyen los bosques del Planeta. Mientras no se haga esto, ¿de qué vale que amenacen a la ciudadanía con el infierno ecológico por no separar en la bolsa de la basura los envases de vidrio de los residuos sólidos urbanos?
Es posible, por otra parte, que dentro de doscientos años, el hombre haya solucionado el problema ecológico porque, como dice Manuel Alcántara, «el ser humano se adaptará a lo que venga. La vida está hecha de supervivientes».

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