miércoles, 23 de diciembre de 2009

VACAS DE COLORES
JUAN GARODRI
(22-4-2006)

A quién no le gustan los peces de colores. Puede haber a quien no le gusten, porque las personas poseen de ordinario un gusto pervertido, al menos la mayoría, o parte de la mayoría, vale, de acuerdo, pocos, pocas personas tienen el gusto pervertido, todo el mundo tiene un gusto excelente, cosa que se manifiesta en la aceptación, por ejemplo, de programas que cuentan las dañinas intimidades familiares convertidas en fosfatina pasional e íntima, para después gimotear en un reencuentro aplaudido por los asistentes en un plató plagado de terceras edades contentísimas. Pero vale, siguen con un gusto excelente, a pesar de todo y aunque no les gusten los peces de colores. A mí sí, a mí me gustan los peces de colores y me paso las horas muertas contemplándolos en la pecera. Ello no quiere decir que me gusten todas las personas, animales o cosas pintadas de colores porque, en realidad, existen verdaderos bodrios coloreados. Por ejemplo, las vacas de colores. Por centroeuropa se ven muchas vacas de colores, y en Praga, creo recordar, es que las había a montones, parques, paseos, plazas públicas decoradas con vacas de colores (algún buey también había), la piel desfigurada y ornada con pintas de payaso. Bien está que un payaso desfigure su cara con la abundancia de los coloretes y la nariz roja, al fin y al cabo la finalidad del payaso es hacer reír y obtener un gramo de felicidad efímera para regalarlo a los espectadores. Pero las vacas no se han marcado el objetivo de hacer reír a nadie ni de añadir la fugacidad de un instante feliz a quienes las contemplan. Todo lo contrario, inmutables en su inmovilidad coloreada ahí las tienes, a la vera de la autovía que nos lleva de Ciudad Rodrigo a Salamanca, varadas junto a una cuneta asfáltica, soñando sabe Dios qué prados cercanos e intocables, convertidas en Tántalos cornúpetas, metidas en un prado ficticio cuyas hierbas descienden cada vez que intentan comer. Pues resulta que a mí me dan lástima las vacas de colores, detenidas tras una alambrada rigurosa, como si alguna culpabilidad bovina las hubiera sometido a los torturas de un Guantánamo agreste. Tampoco me gustan muchas cosas de colores. Cosas que los mandamases nos pintan con la pincelada perfecta de la ficción progresista, por ejemplo. Ahí tenemos el tramo de la autovía de Cáceres a Cañaveral, pintarrajeado con los colores del progreso y el avance en infraestructuras. Varado en las cunetas de la burocracia, o de lo que sea, permanece estático, como las vacas de colores, mientras el personal tiene que seguir tragando los infernales kilómetros de las cuestas del Tajo, rodeado de gigantescos camiones dinosáuricos que desarrollan en los automovilistas un peligroso complejo de miserabilidad. Porque en situaciones así no deja uno de pensar en la patética cifra de un accidente cada 17 segundos que, según leo, se registró en España (vías urbanas e interurbanas) en 2005. Y nos habían pintado la autovía de la Plata, a su paso por la provincia de Cáceres, con la belleza circulatoria de todos colores del espectro solar. Con su vía secundaria y todo, desde el cruce de Portaje hasta el Puerto de los Castaños. Tendremos que conformarnos con las vacas de colores, ancladas en las cunetas, sin excederse un cuerno en la velocidad de su ritmo biológico. Mucho me temo que dentro de pocos años nos llenen de vacas de colores carreteras, parques y jardines. No dejan de ser un símbolo de la aceptabilidad del destino (extremeño). Las autovías españolas más antiguas van a ser reformadas: la A-1, la A-2, la A-3 y la A-4. A Zaragoza, a Alicante, a Burgos, a Sevilla. La A-5 no. De Madrid a Badajoz nos pondrán vacas de colores en las medianas.

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