jueves, 31 de diciembre de 2009

GRANDES SUPERFICIES
JUAN GARODRI
(14-7-2007)

Odio los mercadillos. Una especie de agorafobia indefinida me sacude las perneras del pantalón. La multitud de ociosos, curiosos y mirones (por no implantar el género femenino, para que no digan) forman una valla intransitable. Una muralla. Difícil transitar entre los puestos. Igual que si te adentras un pasaje boscoso repleto de zarzas. Por eso dije lo de las perneras del pantalón. De forma parecida, aunque no tanto, me acosa el rechazo a la multitud cuando visito un centro de los denominados ‘grandes superficies’. Es curioso. Ese malestar íntimo solamente me ocurre en los mercadillos y en las grandes superficies. Porque ese malestar se convierte en bienestar y alegría si me siento en las gradas de un estadio de fútbol (para ver al Atlético, por ejemplo), y considero el griterío de los espectadores como una terapia bienhechora. Así y todo, hace unos días fui a Cáceres a pasar mi particular ITV fisiológica, que uno ya no es una rosa de pitiminí, y a eso del mediodía me adentré en una de esas grandes superficies. Me dirigí a la sección de libros. Mientras recorría los diversos estantes, pensaba en las horas de trabajo (o de sufrimiento) de tantísimo escritor como aparecía expuesto en los anaqueles y rinconeras. Adquirí dos novelas de autores extremeños («Cuerpo a cuerpo», de Eugenio Fuentes, y «El alma de la ciudad», de Jesús Sánchez Adalid), y otras dos de autores extranjeros. Un letrerito colocado encima de los anaqueles te informa del regalo de un libro de entretenimiento (autodefinidos, crucigramas, sudokus, cosas así) por cada libro que adquirieses. Interrogué a personal del establecimiento por el regalo del libro de entretenimiento. Me correspondían cuatro. ¿Libros? ¿Qué libros? No tengo ni idea, me dijo uno, pregunte en aquel lugar de información. Allá me dirigí. La obsesión por adquirir móviles, liberar contratos, cambiar tonos, absorbía la actividad. Hice cola. Así anduve de un lugar de información a otro. Aquellos empleados/as podían informarme de ordenadores portátiles, nintendos, playboys, mp3 y televisores de plasma, pero de libros no podían ofrecerme información. Como alma en pena anduve de acá para allá. Finalmente, alguien me dijo que me solucionaría el problema: desapareció durante cinco minutos y apareció hablando por el móvil. Algo raro debía de ser que alguien comprase libros ‘serios’ y exigiese libros de entretenimiento de regalo. Me los dio. Invertí tres cuartos de hora en conseguirlos.

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