miércoles, 23 de diciembre de 2009

MÚSICA DE IGLESIA
JUAN GARODRI
(20-5-2006)

En Mercadona (podía haber sido en cualquier sitio), dos señoras conversan. Y no se trata de doña Carmela y doña Estela, damas de la aristocrática familia Foncuberta clavadas por Alfredo Bryce Echenique en la decadencia reminiscente de la sociedad limeña, no. Se trata de dos señoras que van a comprar al supermercado, se encuentran y charlan. Porque habrás advertido, lector sesudo (si es que vas a los mercadonas, carrefoures y demás grandes superficies de oligarquías consumistas, y digo oligarquías con toda la impropiedad léxica del mundo, porque el consumismo ha transmutado la ordinariez plebeya en una oligarquía ¿o mejor poliarquía? gastronómica en la cual la compra es ejercida por un numeroso grupo de personas que pertenecen a una misma clase social: los consumistas, que se acercan a las dichas grandes superficies normalmente en pareja, y tiran del carro tanto hombres como mujeres, más bien los hombres, mientras las mujeres seleccionan los productos y los arrojan a la cesta de la compra con la indiferencia adquirente de las señoras de alta cuna, creo que me he perdido, tú), quería decir que las señoras van al superhipermercado no sólo a comprar, también a conversar, sobre todo si son amigas de toda la vida. Y es el caso que las señoras a las que me refiero no hablan del tomate pegajoso de ‘Aquí hay tomate’, sino que hablan de músicos y música. Tratan de las canciones del grupo Il Divo. Y mientras una dice que le encantan, además de lo buenos que están, porque están como para mojar pan, sobre todo ese que estira el cuello y le revolotea la voz como a un canario, la otra asegura que no, que no le gustan los cuatro tenorios (sic), o sea le gustan por lo del pan, pero no le gustan como músicos, y mira que lo ha intentado, pero no hay forma, no puede remediarlo, la pone nerviosa su música porque es que mismamente parece música de iglesia. Está mal orientar la oreja hacia las conversaciones ajenas, pero a ver, no iba a taponarme los oídos con la cera de la indiferencia, así que escucho la conversación de las señoras mientras dudo si tomar del estante el ‘taper’ de jamón cocido extra, sin sal añadida, o el de mortadela con aceitunas. Y me pregunto el por qué de ese sambenito que se le cuelga a la música clásica, o a cualquier tipo de música que suena a clásica, como para que le achaquen el parecido con ‘la música de iglesia’. Platón coloca la música dentro del arte ideal y recomienda, en “Las Leyes”, que el Estado no la elimine del sistema educativo porque tiene gran importancia para la formación individual y la educación. En Praga hay un violín por cada cuatro habitantes, dicen, y los conciertos se multiplican al caer de la tarde en salas, escuelas e institutos… Es el producto de la educación musical, una educación que empieza a los tres años y prosigue, ininterrumpidamente, a lo largo de toda la vida. Siempre me deja anonadado el hecho de escuchar la afilada belleza del violín en alguna calle de algunas ciudades, esas calles peatonales con sus tiendas de moda y sus bares de copas. Últimamente me ocurrió en El Collado, en Soria. Una muchacha joven y bella, adolescente casi, interpretaba algunos pasajes del adagio del concierto para violín número 5 en La mayor, de Mozart (creí reconocer). Su perfección interpretativa era asombrosa. Me acerqué y me detuve para escucharla. No levantó los ojos del puente del violín. Pensé, conmovido, en las horas de estudio, esfuerzo y sacrificio que habría invertido hasta conseguir aquel dominio del instrumento. Pensé en su ‘educación’ musical. A su lado, en un taburete, una gorrilla esperaba la recompensa de unas monedas. Y no era en el interior de una iglesia ni la música era música de iglesia, ni a mí me pareció música de iglesia, aunque me sonase a música celestial.

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