miércoles, 24 de junio de 2009

UNOS DÍAS DESPUÉS
(
4-1-2001)
JUAN GARODRI


Pasó la navidad, la última navidad del bimilenio, la última navidad del milenio, la última navidad del siglo, etcétera. Más difícil que levantarme a las seis de la mañana, por ejemplo, me resulta cumplir la palabra que, de vez en cuando, me doy a mí mismo. Y mira que me pongo serio, esa seriedad del juramento perentorio que uno lanza en actitud de firme ante el altar de la inconstancia, o de la inconsciencia, no sé. Pero ni por esas. Siempre salta de entre las matas de la cotidianidad algún hecho imprevisto que me empuja a romper el juramento. Así que acabo convirtiendo mi interioridad en un depósito de perjurios íntimos. En fin, que me había jurado a mí mismo no escribir ni dos líneas sobre la navidad, porque en todos los periódicos se ha escrito sobre la navidad. Es casi hacer el ridículo añadir dos columnas más al tinglado de la navidad, pensé. Así que este año ni una línea, juré. Sin embargo, ya ves, aquí estoy como un pardillo dándole al teclado para entrar una vez más en el depósito de los perjurios.
Entre Coria y Soria existe una proximidad homofónica evidente, pero existe también una distancia kilométrica preocupante. Se hacen muy largos los 490 kilómetros que las separan. Así que no tienes más remedio que ir dándole cada dos por tres al escáner de la radio para hacer menos tedioso el viaje. (Es un decir, no creas. Resulta abrumador escuchar seis veces las mismas noticias, a lo largo de las seis horas del viaje, política y/o desgracias).
De pronto, mira por donde, coño, otra tertulia. Originalísima. Los tertulianos —dos voces femeninas, tres masculinas, creí distinguir— hablaban de la navidad. Y resultaba apabullante escuchar la sabia contundencia de sus opiniones y el aplomo impresionante de sus rotundas aserciones. (Cuando se permitían el uso recíproco de la palabra, no creas, porque cada dos por tres se la quitaban de la boca, deseosos sin duda de exponer la profundidad de sus opiniones).
Bueno, es que no me escondí debajo del asiento, avergonzado de mi vulgaridad ciudadana, por ser un acto físicamente imposible, dada la dificultad que entraña la conducción de un automóvil desde debajo del asiento. Un gusano, eso me sentía.
Aquellas voces autorizadas, casi más autosuficientes que autorizadas, me atreví a pensar, iban deglutiendo mi autoestima que se derretía en sus labios, al calor de sus argumentos, como un polo de pistachos al calor del sol.
Me echaban en cara que me gustase la navidad, qué horror, esa festividad senescente impulsada por intereses religiosos para desarrollar el alzheimer de la nostalgia.
Me refregaban por las narices que me sintiese atraído por la navidad, qué vergüenza, todo el odioso comecoco educativo con el que me tallaron la cabeza a escuadra cuando era niño, volvía a repetirse, indefectiblemente, durante estos días ñoños y sensibleros de la navidad.
Me echaban en cara que me resultara gratificante la familia, qué asco, esas reuniones de cuñados/as, suegros/as, tíos/as, primos/as y demás parentela cuyo único objetivo de reunión es palmearse la espalda, beber dos güisquis, cenar langostinos y comer el asado de pascua. Y encima había que cantar villancicos, esa manifestación tontorrona de la insulsez musical, y demostrar que la alegría te brotaba de la piel, so pena de aparecer como un bicho más raro que el abuelo de los Simpsons.
Te echaban en cara, qué estupidez, que aceptaras una paz y una felicidad impuestas por decreto, que soportaras unas fechas en las que había que mostrarse amable con todo el mundo, que consintieras un gasto ciudadano socialmente inadmisible, esos árboles navideños cargados con el desperdicio de las cien mil lucecitas, esas avenidas iluminadas hasta la náusea, esos Ayuntamientos adornados con las baratijas del despilfarro.
Ostras, Pedrín, te juro que me sentí como un gusano. Tuve que detener el coche en la cuneta porque, ya te digo, me era imposible conducir desde debajo del asiento. Aquellas voces admonitorias me habían reducido a la sorprendente condición de un reptil semikafkiano.
Apagué la radio y salí del coche, a ver si el aire del atardecer y los dos grados bajo cero del exterior me limpiaban los remordimientos.
Me los limpiaron. Y pensé, distendido, que si al gentío, en general, le atraen estas fiestas (por razones familiares, por motivos religiosos, por la fuerza de la costumbre, por lo que sea), pensé, ya digo, que si al personal le gusta divertirse de esta manera durante estos días, ¿por qué tienen que aparecer los cagaleches progretas, intelectomínidos finiseculares, a joderle la manta de la diversión? ¿No se dedican 364 días del año a conmemorar el 'Día de Algo'? ¿Por qué no puede dedicarse el día 365 a festejar el Día-de-la-Familia-Navideña-Que-Gasta, aunque sea en medio del consumo y el dispendio? ¿Por qué el consumidor navideño tiene que pertenecer necesariamente a una fauna borreguilmente idiotizada? ¿Por qué el generalizado deseo de paz y felicidad tiene que relacionar únicamente a seres estúpidos?
También pensé, con el ánimo casi recuperado, qué coños habrán hecho los tipos/tipas como los de la tertulia durante estas fiestas. ¿Se habrán largado a una isla desierta o se habrán reunido para discutir los idiotipos de un futuro intelectualmente deplorable?
Seguro que el día de Nochebuena apenas disfrutaron. Ni pavo ni champán ni nada.
Sólo tocaron la pandereta de su altísimo descontento.

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