lunes, 22 de junio de 2009

EL ACOSADO VUELO DE LA TÓRTOLA
(2-9-2009)
JUAN GARODRI



La culpa es una mancha negra que se adhiere a la piel del alma tal como se adhieren las garrapatas a la piel de los perros canijos. La culpa brota de la conciencia, esa «propiedad del espíritu humano de reconocerse en sus atributos esenciales». Cualquiera, como humano, puede ‘sentirse’ culpable en un momento determinado. Un error de cálculo, una discusión, una alteración de la voz para mandar a hacer gárgaras al concejal de cultura, por ejemplo, suelen dejar en las entretelas de la interioridad esa mancha negra con la que comparábamos la culpa. Y su expiación. Porque, según los visionarios de la escatología final, cada culpa lleva aparejada su correspondiente expiación.
Eso nos ocurre a los humanos cada dos por tres, o más. Pero a la tórtolas, hombre, hacer que las tórtolas expíen su pureza zoológica (que supongo que será su única culpa) es pasarse de la raya condenatoria. ¿Qué culpa tienen ellas de cruzar el abismo de nuestra culpa? Su culpa es haber nacido tórtola. Haberse criado en las casi indefensas ramas de su nido. Ese nido que deja al descubierto la lisa panza de los dos polluelos apenas ocultados por los escasos palos que lo forman. La culpa de la tórtola es cruzar el espacio navegando un vuelo bellísimo, un vuelo azorado de celeridad. La culpa de la tórtola es haberse independizado de la especie y, en lugar de acudir en bandada al supermercado de los surcos, como hace en general el gentío pajaril atraído por la publicidad de los trigales, la tórtola se desvía con su pareja a ocultar en las encinas su arrullo amoroso.
Porque la tórtola ha nacido para el amor. Los autores del Renacimiento, tan dados al endecasílabo y a las églogas, tan aficionados al llanto amoroso y a la pena de amor —salid sin duelo lágrimas corriendo, repite Garcilaso como un veredicto de ausencia afectiva que lo impulsa al llanto, aunque bien es cierto que el llanto era más retórico que físico, más literariamente cortés que lacrimógeno, los renacentistas españoles se deshacían en llanto por cualquier amada inalcanzable, recurso que utilizaban generosamente para confeccionar sus versos, como si los versos fuesen guedejas de la tristeza— los autores del renacimiento, ya digo, consideraban a la tórtola como símbolo de la pena de amor, una pena que brotaba de su propio gemido lascivo, tal vez ilusionados y confusos por la belleza métrica de los hexámetros de Virgilio que relaciona el canto de la tórtola con su gemido incesante: Nec gemere aerea cessabit turtur ab ulmo.
Pero la tórtola, ay, ha nacido también para la muerte. Qué culpa tienen ellas de cruzar el abismo de la culpa. Qué culpa la de vivir eternamente enamoradas y gimientes. La de seguir a su pareja hasta la muerte. De dos en dos. La pareja se decide a cruzar las extensiones para ahuyentar el frío y el rigor de las heladas. Sólo así seguirán amándose. Sólo así impedirán que se interrumpa el ciclo de su procreación. Sólo así seguirán unidas en la evasión esquiva de su vuelo.
No saben, desdichadas, que un bosque de escopetas les dedica la ovación de la pólvora. No saben que un encinar repleto de cartuchos les ofrenda la muerte, ese ofertorio de suplicio instantáneo por el que pasan todos los amantes, esa consecución del aniquilamiento al que se entregan para expiar la culpa de haber seguido amándose.
Nada menos que 17.000 han sido abatidas.
(Y que disculpe el informador de HOY (29-8-00). A pesar de que en el titular de la 'primera' aparece correctamente utilizado el verbo ‘abatir’, no ocurre así en la entrada de la 'tercera' ni en las informaciones subsiguientes. Me atrevo, pues, a señalar que utiliza incorrectamente el verbo. No es lo mismo batir que abatir. En el contexto de la noticia, el informador se refiere al número de tórtolas que han sido derribadas: «Hacer que una cosa caiga o descienda», dice el DRAE. Se trata, pues, de abatir. Como voz técnica de la montería, batir se refiere únicamente a la exploración de un terreno, o a recorrerlo para hacer salir la caza. Así que, majo, de batir tórtolas, nada. De ídem).
De manera que 17.000 tórtolas han sido abatidas ¡en dos días!. Más de 20.000 cazadores salieron olfateando las víctimas. No había modo de escapar. Las tórtolas han caído, sorprendidas y veloces, en un holocausto cinegético en el que la víctima no era otra cosa que el sacrificio de su eterno retorno, ese acto de abnegación total que se lleva a cabo por amor.
Siempre me conmovió, y me atrajo, el huidizo aleteo de las tórtolas. De chico las tuve entre mis manos. Les daba de comer cuando eran pichones. Les abría el pico con los dedos, y a pesar de sus tentativas de escape, engullían vorazmente los granos de trigo. Después cogía un buche de agua y, con su pico entre mis labios, la tórtola bebía. Jamás olvidaré el latido asustado de su pecho, el pecho caliente y agitado de la siesta en las plumas de las tórtolas.
Nuestra culpa son los 17.000 pechos abiertos a la sangre y vaciados para siempre de amor.

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