martes, 23 de junio de 2009

LA NEGRITUD DEL CUENTO
(22-10-2000)
JUAN GARODRI

Conozco a un profesor que siempre concita aplausos y admiraciones entre los presentes, de modo que no falta quien se arremolina a su alrededor preguntándole algo (él responde, seguro de sí mismo) sobre las últimas novedades literarias lanzadas a bombo y platillo por la publici­dad de la prensa escrita. Deslumbra al personal con sus rotundas aserciones, como si emitiese patentes de calidad literaria, sobre todo cuando asegura que sabe a ciencia cierta (los demás admiran en él una especie de conocimiento épico resultante de probables y enigmáticas relaciones con personajes del mundillo de la narrativa) que alguna novela famosa y reciente es tan mala que resulta vergonzoso, por no decir imposible, que haya sido escrita por su autor, nombre por otra parte ya consagrado gracias a la calidad y belleza de su prosa. Preguntan los incautos que quién, si no, puede haberla escrito. Y cuando él responde con seguridad pasmosa y sin intermedios explicati­vos que “un negro”, lo miran asombrados y perplejos sin comprender qué diablos pinta un negro incrustado como un lunar que se les antoja­ maligno en la vida de autor de tanto renombre. Aunque no con las palabras, el profesor les perdona la vida cultural mediante acusados y caritativos gestos de tolerancia y explica que cualquier lector avezado a los entresijos de la literatura ha oído decir (es vox populi en los mentideros literarios) que algunos autores famosos, santones de la narrativa, disponen, presuntamente, de ‘negros’ que escriben o han escrito en alguna ocasión para ellos. Para mitigar los efectos de la catacresis transformados en sorpresa frustrante, añade que esto de los ‘negros’ constituye práctica vieja entre artistas en general, no sólo escrito­res, y que ahí está el caso de Dalí a quien se atribuyen cientos de cuadros cuya autoría no era de su pincel sino (se supone) del que utiliza­ban sus negros.
Bueno, pues a propósito de ‘negros’, vaya la que se ha armado estos días con lo de Ana Rosa Quintana. Le han sacudido por todas partes. «La palabra usurpada siempre esconde un agravio», «cien mil ejemplares vendidos y cien mil razones para el descrédito», se lee por ahí.
Aunque no sé bien qué esperaba el personal. Las editoriales están para ganar dinero. Son empresas. Y las empresas se constituyen o se fundan, no sé, para sacar la mayor rentabilidad ejecutable a la inversión inicial, y si puede ser en el menor tiempo posible, mejor.
Así que el copieteo (plagio suena mucho mejor) de la Ana Rosa ha sido clamoroso. Y en el supuesto de que lo del copieteo se lo deba a un negro y que ella se haya limitado a firmar, más pavoroso que clamoroso.
Siempre ha habido negros, queda dicho, esos esclavos de la pluma que ponen su talento (frustrado o fracasado) al servicio de quienes carecen de él. O de quienes tienen demasiado ocupado su tiempo como para hacer uso del talento. Carecen de talento o no disponen temporalmente de él, ya digo, pero no se resignan a permanecer en la oscuridad narrativa. No se resignan a prescindir de la esponjosa vanidad del aplauso, el ego, ya se sabe, esa bacteria abrumadora que desarrolla los putrílagos de la petulancia.
Así que echan mano del negro para que les escriba el tocho o el artículo o el ensayo. Manuel Vázquez Montalbán, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Camilo José Cela y Antonio Gala (entre otros pesos no menos pesados de la narrativa), se han visto envueltos en acusaciones de plagio. Así y todo, no entiendo lo de la Ana Rosa. Ella goza ya de fama y popularidad. Supongo que goza más aún con el excelente, millonario contrato que tiene firmado con la cadena televisiva en la que abaniquea el marujeo vulgarizante y finamente pedorro de la hora de la siesta. De manera que ni para fama ni para dinero necesitaba de un ‘negro’ que le diera el copiazo a la obra de Danielle Steel.
Otro tanto puede decirse de la editorial Planeta. Es una de las editoriales más poderosas que existen en el ámbito de habla hispana. No se entiende ese afán desmedido de vender (de ganar dinero, porque no son escasos los botones de muestra en que publica novelas cuyo único vestigio de calidad (?) es la fama que ya posee el autor, nombre adquirido en terrenos lejanos a los de la narrativa, ahí está sin ir más lejos la novela que acaba de publicarle a Manuel Pimentel, ex ministro de trabajo, un bodrio sonrojante a base de la desaparición de huesos en un yacimiento arqueológico), un desmedido afán de vender, ya digo, utilizando el plagio en el caso de Sabor a hiel, cuando de hecho gana dinero a espuertas con la venta editorial de novelas y otras publicaciones en ámbitos geográficos casi universales, escritas por excelentes autores, sin echar mano de «documentalistas», como llaman ahora finamente a los ‘negros’.
En fin. Leo en «Los domingos», de ABC: «El negro literario existió siempre y existe. José Gerardo Manrique de Lara [presidente de la Asociación de Escritores y Artistas de España] considera que, tradicionalmente, los negros cumplen un estricto código de honor. Están juramentados para guardar silencio». Más reconocida la existencia del negro literario, por si alguien tenía dudas, imposible.
Así que no es oro todo lo que reluce, amigo. Así que vas y te compras el último «best seller», lanzado a bombo y platillo por la formidable campaña publicitaria de la editorial (¡del Premio Planeta, líbranos, Señor!), dispuesto a disfrutar del talento narrativo del autor o autora, bien biobibliografiado, exaltado y magnificado en la solapa y la portada del libro, elevado a la cumbre de lo artísticamente talentoso, uno de los valores más sólidos de la actual narrativa y tal y tal, y resulta que te han dado gato negro por liebre parda.
Casi peor que el jamón de higos que, a poco que te descuides, te cuelan como si fuera jamón de bellota.
Y a vivir del cuento.

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