martes, 16 de junio de 2009

UN LIBRO AYUDA A TRIUNFAR
JUAN GARODRI



Algunos días, a la hora de comer, mi padre se presentaba en casa con un cuento de don Saturnino Calleja. Eran unos cuentos minúsculos, que venían a costar unos quince o veinte céntimos, aquellos céntimos valiosos de la posguerra, acuñados en el níquel de la perra gorda y de la perra chica. Una perra gorda y una perra chica, eso eran quince céntimos. Y eso valía un cuento de Calleja.
Mi padre me repetía mucho aquello de que el saber no ocupa lugar, así que, hijo mío, lee mucho, que hay que saber de todo en la vida. Mi padre no era profesor, ni abogado, ni médico. Tampoco era terrateniente, ni tenía olivos, ni viñas, ni un huerto en los Melonares. Mi padre se ganaba la vida en una humilde barbería de la plaza del Rollo y con ella nos sacó adelante. El saber no ocupa lugar, hijo mío. Es la frase que más recuerdo de él. Y la que más le agradezco.
Mi padre siempre estaba leyendo y de él aprendí la afición a la lectura. También aprendí a considerar el libro como un objeto valioso y como un bien escaso, esa agitación que padece el indigente cuando percibe la posibilidad, quizá más inalcanzable que posible, de conseguir el objeto que desea. Y los ojos se me van tras ese diáfano objeto de deseo cuando veo en los escaparates tanta obra como me gustaría leer, tal vez poseer. Pero, ay amigo, los precios de los libros están por las nubes. Y tienes que esperar unos años a que en ediciones de bolsillo, esas tiradas que se desparraman en los pasillos de las grandes superficies como si se tratase de bragas o de calcetines al por mayor, consigan la condición de asequibles. Me acerco a ellos, los hojeo, casi los acaricio, los entresaco de la ignominia del montón y, con un turbador sentimiento redentor, los rescato de la infidelidad, la negación y el silencio.
Qué quieres que te diga, amigo, me puse tan contento cuando leí por ahí que iban a liberalizar el precio de los libros. Sin embargo, parafraseo lo del Quijote y digo que con el Libro hemos topado. Así que me escama sobremanera el profundo malestar, más bien la algarabía que libreros y editores han levantado en la fronda del descuento libre. Y en un periódico de tirada nacional aseguran que «la medida no liberaliza los precios, sino que propicia una situación de privilegio para unas compañías francesas: Continente y Pryca, amén de Alcampo».
Editores y libreros están en su derecho, digo yo. Y hasta cierto punto resulta lógico que defiendan sus intereses. Y se me ocurre pensar que el lector empedernido y, sobre todo, el comprador obligado del libro (de texto) también tendrá derecho a que se defienda su bolsillo. Pero nadie habla del beneficio del lector, sólo se alude al perjuicio del editor y del librero, y a la feroz y competitiva guerra que tendrán que librar contra las grandes superficies.
Y se me ocurre argüir que por qué razón salvaje y extrañamente comercial es libre el precio de cualquiera de los productos que se venden en las grandes superficies (tiburones de mercado expertos en la depredación del pequeño comercio, esas tiendas de barrio vecinales e íntimas, obligadas a cerrar a miles por incapacidad de competencia económica) y no puede aceptarse como libre la venta de libros.
Exponen los libreros y editores otras razones para expresar su profundo malestar. Entre ellas, dos de distinto calado: peligra la libertad de expresión y la libertad de edición. Bien está que vean en peligro la libertad de edición. Si la ley liberalizadora se lleva a efecto y, como consecuencia, van a verse obligadas a cerrar más de dos mil librerías, la cosa no es una broma. Está claro que constituye un peligro potencial para la libertad de edición. Lo que no veo yo tan claro es que la medida suponga, además, un peligro para la libertad de expresión «en favor de una cultura cada vez más banalizada». A ver si ahora nos van a salir con que la libre competencia en la venta de libros obliga a los autores a no ser libres en la expresión de sus ideas. Y, sobre todo, si esta libre competencia se da en la venta de libros de texto, a ver quien obliga a los autores a modificar los conceptos matemáticos, lingüísticos, físicos, históricos o literarios, por ejemplo. Podrá reducirse la cantidad de los temas de los libros de texto (cosa que no creo factible porque el autor tiene que acomodar su obra al temario del Ministerio o de la Consejería de Educación), podrán reducirse colorines, mapas conceptuales, tablas de actividades de recuperación, tablas de actividades de ampliación, tablas con setecientos veintinueve criterios de evaluación, esquemas con aplicación de temas transversales, actividades de comprensión, guía de trabajos de investigación, guía de lectura, índice explicativo de personajes principales y secundarios, mapa conceptual de contexto sociocultural e históricoliterario, fichas de explicación y comprensión léxica, fichas de figuras retóricas, ejes cronológicos, investigación sobre el autor, investigación sobre la obra del autor, glosario, fichero biobibliográfico y demás enseres, podrá reducirse, incluso suprimirse, toda esta zaragalla, ya digo, pero ello no supone un atentado, me parece, contra la libertad de expresión. No pretendo resultar irreverente, pero asegurar que la venta indiscriminada de libros de texto atenta contra la libertad de expresión es algo así como afirmar que la venta indiscriminada de calzoncillos atenta contra la libertad sexual.
En resumen. Espero que se solucione el conflicto. No solo a favor de libreros y editores. También a favor de compradores de libros y lectores.
Y que no ocurra lo que me cuenta mi tío Eufrasio. Aquellos paréntesis de La Codorniz que, según él dice, eran geniales: «Cuando un bosque se quema, algo suyo se quema (señor conde)».
O este otro —aunque a mí me parece que éste no era de la Codorniz—: «Un libro ayuda a triunfar (al librero)».

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