viernes, 12 de junio de 2009

LA QUIOSQUERA
(14-4-2000)
JUAN GARODRI


No sé, amigo, si caer en la trampa de la discusión y el debate. Así y todo, te propongo uno. Vamos a titularlo 'La obligatoriedad de leer'. Y vamos a condescender con las mutuas opiniones. Porque resulta arriesgado, hoy por hoy, mantener determinadas opiniones existiendo como existe una opinión por cada ciudadano (y ciudadana, naturalmente), es decir, cien de cien. Y es que no creas, hay mucha gente avisada y entendida que goza de extraordinario bagaje intelectual, artístico, filosófico e incluso deportivo, folclórico, ecológico, cinematográfico y hasta gastronómico y enológico y estético, y no digamos informático (valga la incoherencia textual y las esdrújulas). De manera que alguien podría discutirme el título, «La obligatoriedad de leer», no sin razón y tal vez con afinado fundamento, alegando la diferencia que puede establecerse entre los conceptos de 'obligación' y de 'obligatoriedad'.
Y así, mientras la obligación es «aquello que alguien está obligado a hacer», algo que no tienes más remedio que cumplir debido al vínculo legal o ético que tú libremente has establecido, la obligatoriedad es lo que adquiere cualidad de obligatorio, es decir, «aquello que obliga a su cumplimiento y ejecución», algo que no tienes más remedio que cumplir porque te ha sido impuesto y que tú no has elegido.
Según esto, parece que adquiere sentido la afirmación conceptual del título del debate. Porque es evidente que nadie tiene la obligación de leer si no quiere. Pero ¿y la obligatoriedad? ¿Por qué se impone la obligatoriedad de leer aunque uno no quiera, de la misma manera que se impone a los niños la obligatoriedad de comer pescado? ¿Obligatoriedad o voluntariedad? Aquí es, precisamente, donde radica la confusión del asunto, en la voluntariedad, esa cualidad de lo voluntario en que debe asentarse la lectura, eliminando la cualidad de lo obligatorio.
Porque para que una acción adquiera la cualidad de voluntaria tiene que carecer de la cualidad de obligatoria.
Me refiero con toda esta disquisición cuasi wittgensteiniana a la obligatoriedad de leer que te imponen domingos y fines de semana las empresas de comunicación y prensa escrita. Y no son dos páginas, precisamente. Páginas y páginas, cientos de páginas. De manera que vas tan contento, ansioso por adquirir tu ración de avituallamiento informativo, y te diriges al quiosco.
A medida que te acercas, preparas ese aire de persona sensata e informada que no puede prescindir de lo que llaman cultura. Llegas y pides tu periódico. La quiosquera, una chica de morritos hinchados puro estilo spice girls, masca chicle y ni te mira. En lugar de periódico, te larga una colección alarmante de cuadernillos, revista fin de semana, encuadernable, páginas plastificadas y suplementos dominicales, más un descomunal soporte acartonado, relleno de colorines, al que se adhieren otras inquietantes y desconocidas informaciones.
—Yo sólo quiero el periódico —te atreves.
La quiosquera te perdona la vida. Masca el chicle con la boca entreabierta.
—No se vende el periódico solo —parece decir que dice.
—Antes podía adquirirse sólo el periódico —insisto como disculpándome.
—Ahora no. O todo o nada—. Y alarga la mano para cobrar a otro cliente.
La inesperada obligatoriedad (en el sentido arriba mencionado de algo impuesto y no deseado) de compra de aquel montón de papeles, hojas, pliegos y plásticos, produce en mis genomas una reacción adrenalínica y cabreante. La tensión enfadosa me hace permanecer callado. La chica insiste:
—¿Lo quiere o no?
—No sé qué hacer —me disculpo.
—Venga, leer nunca viene mal —concede ella. Y me mira por primera vez.
—Yo sólo leo libros —digo armándome de dignidad.
La quiosquera hace un gesto de sorpresa e incredulidad. Hincha los carrillos y me mira por segunda vez. Sus morritos parecen tan desconcertados como bellos.
—Allá usted —dice. Y me despide lanzando al aire la pedorreta de su pompa de chicle.
Mientras me alejo con mi pesada carga de bagaje cultural, informativo, artístico, gastronómico, cinematográfico, discográfico, bursátil, económico, deportivo, etcétera y etcétera, pienso con angustia en la necesidad de un juego mágico que me permita sacar tiempo para leer todo eso. Si es que pretendo, además, ver algo la tele, escribir algo, leer algo de mis lecturas preferidas, tomar algún vino con los amigos y salir alguna tarde a espárragos, ahora que empiezan a despuntar con la lluvia de abril.
(Mi tío Eufrasio dice que la he cagado, que todo el artículo no es más que una sarta de inexactitudes que dimanan de una sola y principal: nadie te impone la obligatoriedad de leer. Lo que te imponen es la obligatoriedad de comprar. Y me aconseja que, en vez de lamentarme como un Boabdil cualquiera de la oleada impresa, utilice las 800 páginas del fin de semana periodístico para mantener el fuego de la barbacoa).

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