lunes, 22 de junio de 2009

COMPARACIONES
(29-8-2000)
JUAN GARODRI




La comparaciones son odiosas, ya se sabe. Así y todo, cualquier peripatético (el de la opinión de acera, se entiende) no hace más que echarse a la calle y empieza a gargajear opiniones asentadas en la comparación con la suficiencia adiposa del que reparte patentes de calidad ciudadana. Y el gentío acepta la comparación como el argumento supremo de la escolástica callejera. Pero nadie explica por qué son odiosas las comparaciones. Tal vez lo sean porque la comparación no demuestra nada. Se limita a resaltar el aspecto denigratorio que la rodea, esa mezcolanza de envidia y mala leche que salpica cualquier expresión cuando quiere utilizarse para echar por tierra lo que otros hacen o dicen. Tal vez por eso sean odiosas las comparaciones.
Aunque así, en general, puede resultar arriesgada tal afirmación. Porque la comparación también puede ser bella como puede serlo la metáfora. La frase del clásico, aunque manoseada hasta la inflación ejemplarizante, no deja de ser ilustrativa: «Tus dientes son perlas» afirma una identificación que tiene su base estética en una comparación, a saber, «Tus dientes son como perlas».
Puede ocurrir, no obstante, que la dudosa belleza metafórica que quizá te sorprenda en «Tu sexo de pianola adormecida», resulte no por descarada menos acertadamente odiosa, al menos para muchos depredadores del voto, en «Política de mierda nos gobierna», porque, evidentemente, ambos endecasílabos retuercen su erección metafórica en sendas comparaciones subyacentes: tu sexo es como una pianola y la política es como una mierda.
Lo que no se entiende bien es por qué el personal sedicente culto considera metafóricamente poética una gilipollez tipo «Tu sexo de pianola adormecida» y no considera metafórica, o al menos no considera poética, una frase como «Política de mierda nos gobierna», siendo así que la relación entre el término real (‘política’) y el imaginario (‘de mierda’), consustanciales a toda metáfora, se concreta perfectamente en la asociación de las cualidades negativas de la mierda que en este caso se atribuyen subjeti­vamente a la política. Resulta, pues, que la metáfora, aunque quizá bella en su estructura estética, puede aparecer odiosa tanto en su adorno poético, exultante o insultante, según, como en su entorno empírico o contexto comparativo.
Como otras veces en que camino errante entre el fárrago expositivo, aparece mi tío Eufrasio.
—Pero qué haces —me dice—. Deja ya de emular a Ferlosio, que no le llegas ni a las zapatillas, y mira que las tenía usadas cuando comía en Casa Piro. Hoy tenías que escribir sobre las comparaciones de la telefonía móvil y lo del Papa.
—Andá, pues es verdad —le digo.
Primera comparación. Política de mierda nos gobierna. Aparte la perfección métrica del endecasílabo, no deja de sorprender que España aparezca en esto de la telefonía móvil como el tonto del pueblo. Así aparece en los medios de comunicación. Mientras que Alemania recauda la mareante cifra de 8,4 billones de pesetas con la subasta de seis licencias de telefonía móvil, España se descolgó (de los auriculares) en marzo con la birriosa recaudación de 86.000 millones, sin subasta ni nada, «en función de criterios de calidad de servicio, inversión y empleo». El Gobierno británico también ha rozado una recaudación de seis billones y pico. Pero es que hasta Portugal y Grecia planean recaudaciones que dejan con el culo a las goteras a la que el Ministerio de Fomento efectuó en marzo. Y el personal no puede evitarlo. Por muy odiosas que sean las comparaciones, el personal compara. ¿Cómo es posible que Telefónica haya pujado en Alemania con la suma de 1,4 billones y aquí consiguiera su licencia por 21.500 millones de pesetas? Algo huele a podrido. ¿Quién se aprovechó de la ridícula cifra que supuso la adjudicación española? ¿Los usuarios? Y una mierda. A pesar de los atosigantes ofrecimientos de nosécuantas mil pesetas de regalo en llamadas, a pesar del horario nocturno o diurno, a pesar de la franja horaria de fin de semana, o de sábado noche, o de llamada joven, o de llamada internacional, o de conexión interprovincial, o de buzón de voz, o de llamada que te alegrará la vida, o de llamada para no sentirte solo, o de pollas en vinagre, el caso es que la tarjeta de cinco mil pelas te dura menos que un kleenex en las manos de la tal Ania, vamos, ‘es que te meas que te cagas’, (frase memorable acuñada por la interfecta. Después de ella, alea iacta est ni es frase ni nada).
Segunda comparación. Tu sexo de pianola adormecida. Una frase sublime, aunque traducida, mezcla de funk, de hip-hop y de techno. Miles de entusiastas en el ‘universo Virgin’. Más de 70.000 asistentes en el festival de Chelmsford, a 40 kilómetros de Londres. Miles de banderas ondeando al viento la omnipresente V, entre el baile y las pastillas. Mogollón de gente. Y en Berlín, no digamos. Miles de jóvenes en la Hanfparade, el homenaje a la marihuana y al hachís. Lo que mola, tío. ¿Y en Roma? Luis Antonio de Villena diría que venga, tío, no me vengas con antiguallas. Doscientos mil jóvenes con el Papa. Más de dos millones de fieles en la misa de Tor Vergata. Más 3.500 periodistas acreditados. 335 hectáreas para infraestructuras. Y el Papa alertando a los jóvenes contra ‘la tentación de la droga y el hedonismo que llevan a una espiral de desesperación, de sin sentido y de violencia’. Y cómo habrá gente con la cabeza tan blanda como para asistir a esos actos y para creer esas cosas, parece preguntarse la boquita de pez sabio de Luis Antonio de Villena. “El Papa y el vacío”, dice, porque prefiere Voltaire a Juan Pablo II. Y habrá quien se pregunte por qué esa obsesión algo enfermiza de comparar el hecho religioso con la nada, como si lo religioso, per se, fuera algo inútil cuando no perjudicial.
En fin. ¿Quiénes tendrán la cabeza más blanda, los de Chelmsford, los de Berlín, los de Roma o los fantasmas de Villena? Ya puestos a comparar, compara, anda. Aunque las comparaciones sean odiosas.

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