viernes, 12 de junio de 2009

LA FAMA NEGRA
Publicado en HOY (4-6-2000)
JUAN GARODRI




La mensajera de Júpiter, eso era la Fama. Una diosecilla de poca monta. Y como la fama se pregonaba con dos trompetas, por aquello de la verdad y de la mentira, unas veces el alarido vocinglero retumbaba en el Olimpo exaltando las cualidades de los dioses y otras falsificando la estirpe divina. Así que Mercurio, que era el pregonero oficial, se aburrió de tanta oscilación pregonera y le repasó el oficio a la Fama.
Así y todo, la fama fue asentándose en su menester mentiroso y prendió en las apetencias vanidosas del ser humano con la misma facilidad con que el fuego prende en la yesca. No había guerrero, filósofo, dramaturgo o poeta, que no pretendiera ver su nombre aureolado con el nimbo de la fama.
Por conseguir la fama se corrompieron conciencias y se vendieron reinos, que se dice. Por conseguir la fama se pisoteó la virtud, se traicionó la amistad y se mancilló el honor, que también se dice. Los sabios se retiraban del mundo y huían de la fama, más acobardados que deslumbrados por la luminosidad hiriente de sus resplandores. Y en contundentes estrofas renacentistas mostraban el desprecio lírico que la fama les merecía.
A Fray Luis de León, en su Oda I a la Vida retirada, no le interesaba que la fama lisonjera pregonara su nombre. (Naturalmente, procuraba deshacerse de ella después de los líos que le produjo el hecho de haberla conseguido).
No quisiera trivializar el asunto. Ni tomarlo a chirigota, Dios me libre. El tema de la fama se ha extendido en la actualidad como un alud de nieve, como el magma devastador de un volcán, como la locura espantosa de las aguas. El frío, el fuego y el agua incontrolados destruyen cuanto encuentran a su paso. Así la fama. La personalidad de cualquiera se obstina en la consecución de la fama. Una obstinación temeraria que afianza el yo individual en una pelea ciega y tenaz, como es tenaz y ciega (e inútil) la lucha de la hormiga contra la pisada que la destruye.
Toda España se ha conmovido. Todos hemos temblado. Los medios informativos han extendido la noticia. Dos adolescentes han asesinado a una compañera porque, al parecer, querían ser famosas. ¿Qué era la fama para ellas? ¿Qué frialdad pavorosa las introducía por ese túnel terrible, espantoso, de la celebridad insatisfecha? Si toda acción humana obedece a una causa ¿con qué finalidad planearon meticulosamente el crimen? No hay respuestas. Yo, al menos, no dispongo de respuestas que objetiven ese móvil que separa la vida de la muerte, esa barrera aterradora entre el latido y la extinción. No mataron para robar, no mataron para comer, no mataron para satisfacer la venganza o el sexo, no mataron por celos. No. Mataron simplemente para experimentar nuevas sensaciones. Mataron para ser famosas, para conseguir que las trompetas televisivas y las banderas de papel de la prensa pregonaran sus nombres.
Sé que es fácil hablar de los idiotipos promocionados sin parar por la publicidad de la prensa corazonera, esos personajes que el papel cuché nos hace tragar a contrapelo como el aire nos hace tragar la nube de mosquitos. Sé que es fácil hablar de los ‘famosos’ (fama y dinero, de consuno, sin dar un palo al agua) propuestos como ejemplos de la iconografía consumista. Sé que es fácil hablar incluso del Gran Hermano, esa parida subcategorial que pretende conseguir la fama (y la pasta gansa que suele ir pegada a la fama) servida como plato de pruebas de cerdo en el corral de una matanza suburbana y espesa. Sé que es fácil referirse, en fin, a esa triste pandilla de patéticos buscadores de una fama manoseada entre los billetes y las exclusivas de prensa. Sé que es fácil atribuir al tirón de la fama difundida por la fugacidad de las revistas el deseo adolescente de llegar a famosas.
Sé que es fácil. ¿Pero a qué me agarro, si no, para justificar de una forma más o menos inteligente la escalofriante catadura de las asesinas, por muy presuntas que sean? Que alguien me diga, si alguien puede saberlo, qué nuevas sensaciones buscaban en el descampado de El Barrero las asesinas de Clara. Que alguien me diga cómo es posible que dos adolescentes no encuentren posibilidades de satisfacción en tantos motivos como la vida ofrece. Cómo es posible que el impulso de matar las arrebate más allá de la búsqueda de la perversidad. Porque llevaban varios meses abrazándose a la muerte. Ya habían intentado degollar a una víctima en los retretes de un centro comercial. También habían pretendido ejecutar, sin resultado, a otras compañeras en el mismo descampado. Que alguien me diga qué oscuro descontento las conducía al extremo de matar por placer —salvajemente, más de 18 puñaladas—, con la fría premeditación de llevar por escrito la coartada, “sin más razón que el capricho de experimentar la sensación de acabar con una vida”.
Como se ha escrito en algún periódico: La Fama, «esa desmedida valoración social que la notoriedad pública ha adquirido en nuestra civilización mediatizada».
(Idiotizada, diría yo. Mierda).

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