miércoles, 17 de junio de 2009

OBSCENIDAD DEL RAZONAMIENTO
(13-8-2000)
JUAN GARODRI





Yo debo de ser un inconformista cósmico porque, según dicen, todo me parece mal. Dicho de otro modo, quizá no pueda haber un listo y noventa y nueve tontos dentro de la centena de cráneos que pueblan cada metro cuadrado de fauna urbana. Yo pienso que sí, aún a riesgo de parecer un extraterrícola autosuficiente, emancipado de las aceras. Porque vamos a ver: si la aptitud para el razonamiento estuviera tan extendida como lo está la capacidad para el asentimiento, apenas habría tontos. Pero la cosa no es así. Resulta fácilmente comprobable la verificación de que el personal, a estas alturas del progresismo milenarista, no razona sino que asiente. Basta que la publicidad le coloque el producto a tiro de supermercado, por ejemplo, para que la grey se apresure a adquirirlo sin considerar razones cualitativas, movida por un impulso aquiescente que la precipita al enganche del carrito sin atenerse a reflexiones previas.
Y no sólo yo debo de ser un inconformista cósmico, como te decía, también deben de serlo los columnistas, colaboradores, críticos y otros plumíferos, en general, que ponen a parir la perversidad estética de los programas televisivos, amén de su degradación ética, su vulgaridad poética, su publicidad cosmética y su presentación patética (disculpa el sinsentido semántico y las esdrújulas).
Sin embargo, el gentío no les hace caso y se afianza en el asentimiento ciego. Y acepta la bondad intríseca de tales abominables programas como si en ello le fuera la vida. Y si se te ocurre dártelas de listo en la cena del viernes con los amigos, pobre de ti. Te acosan a manotazos verbales, como a la avispa que incomoda la olorosa suavidad de las chuletillas de cordero. Y argumentan:
—Pues no serán tan malos los programas. Si todo el mundo los ve, por algo será.
Definitivo. El razonamiento es tan apodícticamente definitivo que permaneces mudo, mudo y contrito, pensando en ese pozo de prioridades escondidas en la contundencia del algo, pensando en la terrible cueva de Alibabá cuyos tesoros televisivos encierra esa puerta enigmática del neutro indefinido: por algo será. Así que, amigo, no tienes más remedio que aplicarte a las chuletas y al Tentudía, y dejar para otra ocasión lo de abrir el pico en favor del raciocinio.
Pero no queda ahí la cosa. El que lleva la voz cantante comenta que en un periódico nacional ha aparecido una foto. La alcaldesa de Cádiz, Teófila Martínez, «recibe con honores al gaditano, para muchos, más famoso de la historia» (supongo que con hache minúscula).
Mientras utilizo disimuladamente la servilleta, me atrevo a abrir de nuevo el pico. No escarmiento. Pregunto a media voz que quién es ese gaditano tan importante.
¿Ha inventado la rueda que gira sola?
¿Ha descubierto la vacuna contra el sida?
¿Ha realizado, tal vez, alguna proeza heroica tipo descubrimiento de América o algo así?
¿Ha publicado la mejor novela del mundo?
¿Ha patentado, quizá, el infalible método de ingeniería económica cuya aplicación suponga la desaparición definitiva del paro?
¿O ha descubierto un producto alimentario que se reproduzca sin agua en cualquier clase de terreno, aún desértico, producto dotado de toda clase de proteínas, vitaminas, y minerales suficientes como para alimentar a millones de seres humanos y acabar definitivamente con el hambre en el mundo?
¿Ha ingeniado la posibilidad de una ley de extranjería que acredite la aceptación legal de los inmigrantes y, en consecuencia, facilite y abarate los trámites legales que les proporcionen trabajo y salario justo?
¿Ha inventado, en fin, el método para garantizar a los futbolistas un subsidio universal, de tal forma que los jugadores de equipos modestos, o pobres, cobren mensualmente sus nóminas, evitando así el hundimiento de los clubes, su descenso a categorías inferiores o su desaparición?.
Para qué hablaría. Los comensales me miraron con ojos sorprendidos, esos ojos entre interrogativos y misericordiosos que hunden a cualquiera en la oportunidad de la desdicha. No se oía una mosca. Después irrumpieron en una estruendosa carcajada, que se dice.
—Ismael Beiro no es un científico ni un benefactor de la humanidad —borbollearon con retintín y paciencia—. Es el rey del Gran Hermano que vuelve a Cádiz, su tierra natal. Alfombra roja para Ismael. Escucha bien, que no te enteras. Dice el periódico que «la sala de plenos impecable, funcionarios obsesionados con su autógrafo y una masa que pobló de gritos los alrededores del Ayuntamiento». Por si fuera poco, la alcaldesa lo recibió con todos los honores y hasta le ofreció ser el pregonero del próximo Carnaval. Cuando estos acontecimientos son así, por algo será.
Apabullado quedé con tal cúmulo de razones. Está visto que al ser humano, con héroes así, le han robado ya la gloria. Y el razonamiento.

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