miércoles, 17 de junio de 2009

ANOCHE CUANDO DORMÍA
(28-7-2000)
JUAN GARODRI





Anoche cuando dormía soñé, bendita ilusión, que el Gran Hermano tenía dentro de mi corazón, y que don Antonio Machado me absuelva y exculpe por haber parafraseado de forma tan banal y villana sus versos.
Por fin. Ya terminó. Como Jonás del vientre de la ballena, o lo que fuera, ya salió Ismael del bandullo y la encerrona, arrojado a la playa de la reputación popular, con su pan debajo del brazo, ese bollo ferial de los veinte millones envuelto en el papel de estraza del aplauso acerero.
Ya se consumó la gran parida de la notoriedad albardera y la fama zopenca. Ya se consumieron los tres meses de catre y pedorreo, esa mezcolanza epidérmicamente grosera e inurbana de la animalidad y las hormonas.
Así que anoche cuando dormía soñé con el GH. Fue un sueño extraño, dentro de lo que cabe. Cinco ciudadanos, honrados padres de familia, a juzgar por la pinta, salían de un edificio acristalado, un palacio de justicia o algo así, y eran inmediatamente acosados por una caterva de periodistas que enarbolaban micrófonos y portaban cámaras con ese acoso pertinaz y tozudo de la jauría cuando arrincona a la presa. Los cinco ciudadanos acababan de presentar una demanda judicial contra GH, al que acusaban de haber perjudicado gravísimamente la salud mental de sus hijos, hasta el punto de que la constante visión del programa televisivo les había inoculado una idiocia permanente cuyos síntomas se manifestaban principalmente en un deseo disparatado de llegar a famosos, muy famosos, y de ganar dinero, mucho dinero, sin dar ni un miserable palo al agua, que se dice. Como consecuencia, permanecían todo el día desparramados en los sillones, con los pelos amarillos, encrespados e hirsutos, dando muestras de un comportamiento zafio, pelín grosero. Si salían a la calle, su actitud era preocupante. Por ejemplo, meaban desvergonzadamente en cualquier esquina o en medio de la calle, y si una señora, la pobre, les afeaba su conducta y los llamaba guarros, tal como suelen hacer las señoras en esos casos de incontinencia pública, ellos respondían, con el poderío de voz característico del tarugueo mental, que más guarra era ella por mirarles el pindongo. Los cinco ciudadanos, que habían presentado la demanda contra GH en representación de más de 1.457.643 perjudicados mentales, salían de aquel acristalado palacio mohínos y cabizbajos. Los señores magistrados no les habían hecho ni caso porque, en primer lugar, el detrimento de la salud mental de la ciudadanía no se considera perjudicial, sino quizá beneficioso, para la consecución de fama y dinero y, en segundo lugar, los presuntos damnificados habían pulsado el botón para encender el televisor de forma voluntaria y absolutamente libre.
Con la veleidad onírica de las pesadillas, otro sueño se superpuso al anterior. En esta ocasión, tres ciudadanos descendían por la escalinata de un edificio colosal, con un frontispicio horripilante en el que se expandía un letrero grotesco: Palacio de Justicia, informaba. Los tres ciudadanos lloraban desconsoladamente porque los habían expulsado sin contemplaciones de la sala principal, sin ni siquiera escucharlos. Representaban a más de un millón de víctimas de accidentes de circulación, entre muertos, heridos graves, tetrapléjicos e imposibilitados que durante los últimos cinco años se habían producido en las carreteras. La demanda, dirigida contra cuatro de las principales marcas de fabricantes de automóviles, exponía en sus fundamentos de hecho el engaño que supone la publicidad del automóvil, en tanto en cuanto hace creer al personal que la velocidad, el common rail y los faros de xenón conceden al adquirente un mayor poderío económico o social e incluso mayor facilidad para el ligue y la depredación amorosa. Los señores magistrados no les habían hecho ni caso porque, en primer lugar, la industria del automóvil impulsa significativamente el producto interior bruto y, en segundo lugar, el ciudadano es libre para decidir con sus actos y con su talonario de cheques, de forma voluntaria, la adquisición de un vehículo que lo conducirá a los límites insospechados del bienestar.
La confusión aleteaba en mi duermevela, así que sobrevino un tercer sueño. Un grupo de padres de familia, unos veinticinco, discutían acaloradamente con un señor más bien gordo, condescendiente y con papada, en un aposento ornado de rojos cortinajes y sillones dieciochescos. La palabra «botellón» volaba de unos a otros como arma arrojadiza de doble o triple filo. Los veinticinco padres de familia demandaban a los principales fabricantes de bebidas alcohólicas por el daño irreversible que la ingesta de alcohol produciría en el hígado de sus hijos, abocados a una presumible y casi cierta cirrosis hepática, además del perjuicio que el líquido producía en sus mentes juveniles, induciéndolos a la indolencia, al gamberreo, a la apatía, a la debilitación psíquica y a la gilipollez mental. Los veinticinco padres de familia abandonaban la sala cabreados y vociferantes porque los señores magistrados no les habían hecho ni caso, debido a que, en primer lugar, el alcohol mantiene miles de puestos de trabajo en bares y chiringuitos y, en segundo lugar, porque los jóvenes, aunque menores de edad, utilizan el «botellón» como signo fehaciente de esa rebeldía individual que caracteriza a la juventud, miles de ciudadanos y ciudadanas, pero miles y miles, o millones, seis o siete millones, o más, de carnes apretadas y juventud exultante que se ponen hasta los ojos en las plazas y escalinatas los fines de semana.
De pronto, el teatro del sueño se convierte en un escenario ruinoso, una vieja catedral con paredes recubiertas de zarzas y aliagas. Una voz retumbante, como se supone que será la trompeta del juicio final, hacía tambalearse los viejos muros. Un señor enjuto vestido de negro riguroso, de voz tan poderosa, ya digo, que retumbaba en todo el mundo, proclamaba la condena que un jurado de Miami había aplicado a cinco compañías tabaqueras de Estados Unidos. Aquella voz desproporcionada a la estatura del pregonero enfatizaba que la condena había sido de 25 billones de pesetas por perjudicar la salud de los ciudadanos.
Nadie dijo que el fumador fumó ejercitando un acto personal y libre.

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