viernes, 12 de junio de 2009

ESO DE LEER
(21-5-2000)
JUAN GARODRI


Un minuto o dos. Tres como mucho. (Un número mayor de minutos supondría caer en la serie insondable de la infinitud, ya se sabe que dos ya constituye de por sí una infinitud metafísica). Así que le concedo tres minutos que parecen tres cientos al pavor visual de la gran parida, digo del Gran Hermano. ¿Que por qué no cambio de canal? Porque a ver, al día siguiente, cómo mantengo la conversación con los colegas. Y tampoco se trata de que haga esfuerzos para sustentar el silencio todo el día sin tener de qué hablar.
Cierro la parida, ya digo. Después de ‘zapear’ hastiadamente por la pantalla de la teletonta, me paso al teletexto. Empiezo a curiosear los titulares de la prensa diaria. Y va La Vanguardia y se descuelga con esto: «La Generalitat no cree que sea obligatorio leer libros en Bachillerato». Cataplexia parcial, embotamiento, adormecimiento y hormigueo. Eso es lo que trepana mi sensibilidad lectora. Visto el mensaje así, fuera de contexto, puede uno caer en la trampa de la malinterpretación. ¿Dónde yace el sentido explícito: ‘La Generalitat no cree que sea obligatorio’ o ‘La Generalitat cree que no es obligatorio?’ (Dejo a los entendidos que discutan la posibilidad del subjuntivo frente a la realidad del indicativo).
Para huir de la trampa, prefiero entender que una vez superada la ESO, en la que sí sería obligatoria la actividad de leer libros, debería permitirse que dicha actividad dependiese de la libre opción personal en el Bachillerato. Porque, efectivamente, la obligatoriedad es una de las principales dificultades que suelen oponerse a la actividad lectora. Y hay quien piensa, en contrapartida, que si se consiente la opción voluntaria de lecturas, se leería. En teoría, muy bien. En la práctica, ya es otro cantar. Porque suele ocurrir, con más frecuencia de la deseada, que la permisividad de la elección induce al sujeto a elegir poco, si no es nada lo que elige: lo negro molesta los ojos, ya se sabe, y la tinta es negra.
Así y todo, es aceptable el número de los que leen (aunque sea inconmensurablemente mayor el número de los que no leen). Pero los que leen son lectores porque les resulta gratificante, entretenido, incluso divertido y sorprendente el hecho de leer.
Así ocurría hace años con un buen amigo mío. Había un profesor («el Focas» lo llamábamos) que no tenía ni idea de las capacidades individuales de mi amigo,
—tienes que leer más, que lees poco, la facilidad de palabra se adquiere gracias a la memoria retentiva —le decía—, cuanto más leas más caudal léxico irá almacenán­dose en tu memoria, y tu conversación, por consiguiente, se tornará más fluida,
como si mi amigo no leyera. Y leía más que ninguno, era el que más leía del Instituto, horas enteras se pasaba leyendo, cada siesta una novela del FBI, la luger o la parabellum en la funda sobaquera, o de Marcial Lafuente Estefanía, desenfunda forastero, oye Joe tú haces trampa; cada dos tardes una de Salgari; cada tres mañanas una de Julio Verne; cada semana una de Calderón, pesadez del verso; cada quince días una de Lope o de Tirso, que algún mayo ha de parir con las yerbas que ha comido; novelas de Alarcón, de Pereda y de Walter Scott; poesía de Francisco de Aldana (de más sabor renacentista que Garcilaso), poesía del malauva de Quevedo; rimas de Bécquer y versos exaltados de Espronce­da (tres días de rodillas por distribuir una copia de 'Desesperación'); alados y cantarines versos de Rubén que expresaban tanto diciendo tan poco; teatro de Valle Inclán, oh cráneo privilegiado, y del guaseras de Mihura; novelas de don Benito el garbancero tan llenas de ricos lujuriosos y de pobres más desgraciados que miserables; emociones transmitidas por los prohibidos enamoramientos, los velados adulterios y la olvidada prosa de Palacio Valdés; historias sonrosadas y finales bonitos de Valera para quien el entretenimiento era preferible al argumento; bloques de granito las de Ricardo León abandonadas a medias por la académica pesadez de sus páginas; filosóficas, nietschenianas y agramaticalizadas reflexiones del impío don Pío (así lo estigmatizaba el Focas); Dostoievski con sus obsesiones homicidas; Pearl S. Buck con sus chinitas enamoradi­zas; Victor Hugo y la deseable Esmeralda... Lecturas amigas y necesarias que combatían la soledad de los quince años o el desasosiego y la peligrosa grieta de la melancolía. Todas ellas le enseñaron y ayudaron a hablar. Y a pensar.
Otros tiempos. Ya digo, hay que acomodar el hecho lector entre el hallazgo de la diversión y la búsqueda del entretenimiento. Pero éste es el cascabel que hay que ponerle al gato. A ver qué Consejería de Educación, qué técnicos de la función educativa se lo ponen.
A ver qué ratón docente lo consigue.

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