viernes, 12 de junio de 2009

LA AUTOCRÍTICA
(24-3-2000)
JUAN GARODRI



Bueno, pues te pones a recorrer las páginas de los periódicos en esta tercera semana de un marzo apuntalado en la sequía y en el estreñimiento acuoso, y compruebas que emerge de muchas conciencias el plañido verbal del arrepentimiento. Ya se sabe que las referencias conceptuales condicionan la exuberancia de la memoria tanto como la presencia de los recuerdos, presencia más o menos agradable. Y así, al leer los periódicos, ya digo, se me viene a la mente la difusa remembranza de la adolescencia, aquellos ejercicios espirituales en que te aislaban del mundo para proceder a la terapia de la autoanulación, bien embadurnada la mente con la crema de la culpabilidad y la miseria personal, bien atosigado el espíritu con la duda soteriológica de la salvación, bien acentuado el sentimiento de la propia culpa para oscurecer, de una vez, el instantáneo resplandor del pecado. Memento mori, ¡qué cosas!
Así que por todas partes, ya digo, aparece el arrepentimiento. (Ahora se llama “autocrítica”. Lo de arrepentimiento suena a derechona ensotanada y decimonónica). ¿De qué se arrepienten los políticos que se arrepienten? ¿Qué pecado gordo han cometido para verse obligados a lanzar al ruedo público la propia ignominia y tener que arrepentirse los que se arrepienten? Porque no todos se arrepienten. O al menos no todos se arrepienten igual. Mientras unos se arrepienten quizá con sinceridad, ese dolor de contrición por haber ofendido a los votantes, es decir, por haberse cargado las ilusiones y las expectativas de quienes los votaron, y dimiten como consecuencia y como penitencia, otros se arrepienten ficticiamente, (sin pensar demasiado en los votantes, calculando más bien su propio fracaso y el oro y el moro que se les ha escapado de forma incomprensible, quién lo iba a pensar, una sociedad mayoritariamente de izquierdas, una sociedad progresista y libre, encima que les ofreces progreso y reparto solidario va el gentío y prefiere las pelas, encima que les ofreces la seguridad de la empresa pública va el gentío y prefiere la inversión en Bolsa y llevar la niña a las Josefinas, encima que les ofreces la ideología y la dialéctica va el gentío y prefiere el pragmatismo y los escaparates de El Corte Inglés, mierda para el gentío), se arrepienten ficticiamente, ya digo, ese dolor de atrición que pretende salir del paso delictivo cuanto antes para sanear la conciencia personal y alcanzar la gloria, digo el gobierno de la Diputación, o lo que sea, en las próximas elecciones. Y así, mientras los primeros (digamos los de la autocrítica sincera), sin pensar en su salvación o en su condena, hacen una autocrítica afianzada en la reflexión para evaluar los daños y perjuicios ocasionados en la creencia política de los ciudadanos, y repararlos, los segundos (digamos los de la autocrítica ficticia) piensan exclusivamente en su salvación, no en su condena, y utilizan el lema del memento mori con apresurado pragmatismo, no vaya a acontecer que mueran y se condenen políticamente y a ver, después, como se ganan las habichuelas celestiales.
La autocrítica, en definitiva, tiene que procurar la eliminación de los propios errores, esos errores que pululan como los gusanos dentro de la fruta, para que emerja, en consecuencia, un organismo sano, regenerado, dotado de nueva y fructificadora vitalidad. No se olvide que el término “autocrítica” procede de ‘crisis’, y que el primer significado etimológico de crisis viene a ser «una mutación considerable que acaece en una enfermedad, ya sea para mejorarse, ya para agravarse el enfermo». De manera que si la autocrítica olvida al votante, (y se origina promovida por intereses partidistas, o caudillistas, o personalistas, intereses espurios, en definitiva), puede que ese olvido lamentable llegue a resolver la ‘crisis’ dentro de su segunda conceptualización, es decir, llegaría a conseguir que el enfermo se agravase.
No vaya a ocurrir en la autocrítica política lo que con frecuencia ocurre en la crítica literaria (los escritores, ya se sabe, acosados como andan de ufanías y arrogancias): hay quien se empeña en reflexionar en el análisis ‘intrínseco-estructural’ de una obra, a la que toman como pretexto para expandir sus vanidades. Y así, acontece que la hipercloridia expositiva hincha las páginas en demasía, no para conseguir una crítica coherente de lo que la obra literaria expresa, sino para (de)mostrar al personal la vasta dimensión policultural que el crítico posee. (Claude Lévi-Strauss y Roman Jakobson analizaron el soneto 66 de “Las flores del mal” de Baudelaire en un trabajo cien veces mayor que el propio texto).
Espero que la autocrítica del PSOE se lleve a cabo pensando en el propio texto (los votantes), y no caiga en la malsana tentación de utilizarla para expandir sus vanidades internas, o sus odios y rencillas.

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