jueves, 11 de junio de 2009

RECORDATORIO ACRE DE LO DEL MILENIO
(14-2-2000)
JUAN GARODRI


No hay como una buena perspectiva temporal para apreciar la gravedad o la ridiculez, según, de algunos acontecimientos.
Han transcurrido treinta y cinco días desde lo del milenio y, ya ves, puede uno asegurar con alto grado de certeza que la mascarada fue clamorosa.
Hasta en la sopa, amigo. Más sonados que las maracas de Machín, diría mi tío Eufrasio, así nos tenían. Más idiotizados que Marilyn Manson, la del evangelio satánico. Más clonizados que el chiquistaní, esa estupidez verbal de la carcajada borreguil. Así nos tenían, ya digo. Por todas partes el atosigante sonsonete del próximo milenio. (Y no digamos si el personal se ponía fino y culto, en plan especialista histórico-filosófico-matemático y todo eso. Que si terminaba el siglo pero no terminaba el milenio(?), que si empezaba el nuevo milenio pero no terminaba el siglo(?), que si las coordenadas y la aceleración del ritmo histórico provocaban un desajuste ‘progresual’ en las fechas del calendario gregoriano, que si no había final aritmético hasta que no terminara el decenio... El caso es que el gentío discutía y se empecinaba en su personal versión del hecho finimilenario hasta llegar a punto de discusión y excandecencia verbal).
Una comedura de coco, ya digo, lo del milenio. Mejor dicho, una doble comedura de coco, invasora y pestilente. Por un lado, nos inyectaban el terror —¿quién? ¿por qué?— del efecto 2000. Por otro, nos excitaban y divertían «como a animales domésticos, dolby clónicos y cosas así» con la olorosa, divertidísima, caliente, sexualizable, cercana juerga de la última noche.
Y así, los profetas de la reprobación digital y del hundimiento tecnológico nos ponían la carne de gallina con lo del efecto 2000. El banco y el hospital, mayormente (o los aeropuertos, o los ascensores). Porque manda huevos —ya he citado a Trillo en otras ocasiones— que uno hubiera estado ahorrando toda la vida para que llegase lo del milenio, trastocara los números, dígitos se dice, y se volatilizaran las cuatro perras de la inversión en bonos y obligaciones.
Y lo del hospital no se quedaba para atrás. Porque si el último día del año iba y te daba el arrechucho (todo puede esperarse de la ley de Murphy), ya podías prepararte para doblar definitivamente la servilleta y largarte con viento funerario a verle las barbas a san Pedro. Porque, a lo que se decía, el personal sanitario estaría de guardia, pero no se sabía bien para qué porque no efectuarían intervenciones, no sea que aconteciera lo del baile de números y apareciese en los monitores un bazo en lugar de una aorta.
Aunque, qué quieres que te diga, establecer una relación causal entre el efecto 2000 y la catástrofe bancaria y hospitalaria no lo veíamos tan claro. Así y todo, y para un por si acaso, el gentío se apresuró a instalarse en el gasto y la fastuosidad, de manera que pretendía, al parecer, agotar por adelantado sus reservas económicas aplicándose tenazmente a aquello de “muera el gato, muera harto”, no sea que bailaran los números y la cuenta bancaria se volatilizara y quedase la libreta lisa como una tabla in qua nihil scriptum est (aquello de las ideas innatas de Platón).
No tenías más que leer la prensa diaria para comprobar cómo se disparaba el consumo navideño y se superaba el máximo histórico en esas fechas.
Y así y todo, y para otro por si acaso, el personal se apresuraba a instalarse en el exceso y el atiborramiento gastronómicos, mandando a la mierda el colesterol, la hipertensión y el ácido úrico, y a colapsar el Insalud con llamadas angustiosamente moribundas de langostinos y alcohol.
Otro aspecto finimilenario, arriba citado, era el de la juerga de la última noche. Todo el mundo se preparaba para ella, o mejor, todo el mundo huía hacia ella. Un refugio, eso es lo se buscaba. Un refugio alocadamente caliente donde cada uno pudiera pulverizar la desdicha, esa insistencia de los pudrideros personales. Y a comerse la rosca, si posible, a imitación de modelos prototípicos, bien promocionados por la prensa corazonera y los programas televisivos que airean los cambios de compañeros se(nti)mentales cada dos por tres —George Clooney y tipos así—.
(Mi tío Eufrasio, el pobre, tan anticuado él, asegura que en sus tiempos las asiduas a los cambios de pareja eran más putas que las gallinas, qué horror).
En fin, trajes de noche para la fiesta. Trajes de noche para la melancolía y el desconsuelo. Las tiendas de ropa ofertaban trajes de noche chispeantes, centelleantes, brillantes, exultantes, para disfrazar la frustración y la tristeza. Un esmoquin negro para disimular el postizo de las deflagraciones interiores.
Venía el año 2000, eso era lo cierto. Pero se me antoja que el personal estaba desposeído de ilusión y de futuro. Eso al menos parecía, si se tiene en cuenta el desesperado esfuerzo por poseer el presente, ese grito acongojado que provoca el eterno retorno, sin progresar jamás.
Desde el Pacífico Sur, la isla de Pitt o por ahí, hasta las Samoas Occidentales, los mandamases del universo —esos hijos de la gran parida monetaria, por no decir otra cosa— convirtieron el planeta en un gigantesco supermercado y lo sembraron de jolgorio y cartón piedra, fiestas rutilantes del artificio y el papel cuché. Y el personal, crédulo y arrebatado, a divertirse con la fosforescencia de la cosa finimilenaria, haciendo pedorretas al futuro y, por qué no, al mismísimo presente, tan falso e inaprensible.
(Resumen ácido. 1. ¿Quién se habrá forrado con los miles de millones que han costado las adaptaciones informáticas al “efecto 2000”? ¿Por qué no las empezaron hace unos años, medio gratis, y no hace unos meses? 2. ¿Quién se habrá puesto hasta los ojos con la tira de billones de dólares que costó el jolgorio universal de la última noche?).
Y el personal creyendo en la existencia de ángeles buenos que le daban la juerga para que se divirtiera.
Y ahora, después de treinta y cinco días, a seguir dependiendo del asco.

No hay comentarios: