miércoles, 10 de junio de 2009

MUÉRETE, BELLOTERO
( HOY, 19-1-2000)
JUAN GARODRI


Ay, amigo, ya hace años. Mi coche mostraba la identidad extremeña visible en una matrícula descolorida, con la CC- en primer término. Durante el invierno, alguien escribía a veces en el vaho del cristal delantero lo que sin duda consideraba el colmo de la desconsideración: “Muérete, bellotero”.
Cuando aprobé las oposiciones, hace más de veinte años, ya digo, me mandaron a Tarrasa. Compartía los viajes con Tirso (te envío saludos, tronco, si es que me lees), unas veces en aquel 124 azul de voracidad kilométrica, y otras en el incombustible seiscientos de color beige. Además de coche, también compartíamos piso. Fueron años gloriosos de discreta docencia, imperceptible didáctica y minúscula golfería, algo deslumbrados, quizá, por el reciente estreno de la democracia.
Me propusieron para secretario del Instituto y acepté. (Ya se sabe, la cosa de acopiar puntos para el traslado y todo eso). Los claustros eran clamorosos: el gentío hablaba en catalá, un catalá acelerado por los efectos de la discusión y la controversia, cada catalán un punto de vista diferente, que conste en acta, creía entender que decían, y no había forma de que yo consiguiera enterarme de sus tenacidades. Al fin, después de pedir el uso de la palabra repetidas veces, yo les largaba, con gesto cabreado, que no entendía el catalán y que una de dos: o se expresaban en castellano o, de lo contrario, me resultaría imposible redactar el acta y, por tanto, no aparecerían en ella sus opiniones. Ellos corregían amablemente su actitud lingüística y decían
—hostia tú, disculpa, ¿qué nos embalamos, Juan?.
Y ahí quedaba la cosa. El claustro proseguía tranquilamente en castellano.
Han pasado más de veinte años, ya digo. Hoy esa situación es insostenible, por inverosímil.
Hoy, los reinos de taifas en que se ha convertido el rollo de las Autonomías —para honra y prez de mandamases, mangoneantes y prohombres, esos pistoleros de la palabra que se obstinan en gobernar orientados por la brújula descalificatoria— decía que hoy los reinos de taifas pretenden redimensionar, que se dice, la cultura autonómica, y la lengua autóctona, y el caudillismo político, y la gastronomía, y el equipo de fútbol, y el traje regional, y el folclore tradicional, y los antagonismos económicos, y las infraestructuras viales, y el desarrollo de la agricultura, y las pollas en vinagre, hasta el punto de que el personal se afianza como regionalista tanto más cuanto rechaza las ‘redimensiones’ de las demás Comunidades.
No hay más que contemplar el caso de las Oposiciones al cuerpo de profesores. En una Autonomía como la extremeña, se presentan opositores de todos los reinos de taifas aludidos, desde Andorra hasta Cádiz, desde Almería hasta La Coruña, con lo que el número de opositores por plaza se duplica o triplica, dificultando el acceso de extremeños a plazas extremeñas.
He sido vocal varias veces y una vez presidente de tribunal de oposiciones ‘a Instituto’, y lo afirmo. Lícita, válida y legalmente —ya se sabe, la Constitución sostiene que todos los españoles son iguales ante la ley— todo el mundo acude a estas tierras. Los extremeños, sin embargo, ven limitada su posibilidad de participación en las oposiciones convocadas por otras Autonomías, sobre todo por aquellas que constriñen las pruebas al cepo del idioma autóctono.
(Digresión impertinente. Conste que no soy partidario de Oposiciones. Al menos de estas Oposiciones. Un íntimo y como espeso rubor de lo que ha dado en llamarse vergüenza ajena me atenaza,­ al tiempo que admito en mis adentros la suprema indignidad, casi vileza, de balancear en mis manos decisorias el pan de los otros. Estoy convencido de la iniquidad del sistema. Los miembros del tribunal son funcionarios con destino definitivo en el Cuerpo al que se oposita y excepto el presidente, nombrado a dedo por la administración, los vocales son designados mediante sorteo celebrado en el MEC para proveer dos letras que fijan el orden de los nombramientos, de manera que si se extraen los grafemas GR, por ejemplo, los primeros apellidos que empiezan por ellos (y sucesi­vos en caso de necesidad) surten a la totalidad de los tribunales hasta extinguirse el necesario número de vocales con sus respectivos suplentes. La designación se publica en el BOE y la asistencia a las oposiciones es irrenunciable y obligatoria. Como resulta­do de esta aleatoria y casi perversa o por lo menos arbitraria designación, suele ocurrir que la mayoría de los miembros del tribunal están actualizados en las materias características del examen, faltaría más, pero hay otros, sin embargo, o alguno, quizá, que apenas recuerda las cuatro ideas superficiales y primarias que les sugiere el título de los temas, aferrado desde años al simple hecho de impartir clases y a la elementalidad de los libros de texto. Lógicamente, aburre y acojona a éstos la envergadura de las pruebas, aunque procura­n adoptar el aire vanidoso de intelectuales de salón, sobre todo a la hora de calificar: son los más rigurosos, carcomidos, puede ser, por esa tenia psicológica que repta entre las tripas alimentándose de paranoias y detritus conceptualmente escrupulosos...). Disculpa el paréntesis.
No me extraña, con estos lodos, que los interinos anden avispados y dispuestos a la huelga, zarandeados por el viento de la incertidumbre. Y que proclamen sus exigencias de oposiciones extremeñas para extremeños. Ahora que se han asumido las transferencias en materia educativa se presenta una excelente ocasión para ‘redimensionar’ el asunto de las oposiciones. Sin que se llegue a la magnitud esperpéntica de exigir que ‘el práctico’ se redacte en castúo, como dicen que propone algún visionario. “Jinca el poleu, belloteru”, podría ser el título.

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