miércoles, 17 de junio de 2009

LA CALLE DEL CUERNO
(8-8-2000)
JUAN GARODRI




Hay días extraños y maléficos, esos días en los que uno se levanta como un perro apaleado, con el carcomido sabor de la desesperanza, como si durante la noche te hubiera poseído el genio de la disconformidad. Te levantas, ya digo, herido mortalmente de la náusea del alma. Y empiezan tus neuronas a acumular extraños desafíos y te atenaza un insólito afán desordenado de ataques y agresiones.
Ya sé que no es socialmente correcto ni, menos aún, progresistamente correcto hacer patentes esos sentimientos viscerales que retuercen el hígado y gotean la bilis de la mala leche cuajada, no es correcto, dicen, pero a ver qué hace uno, a ver cómo te las arreglas si durante la noche te ha poseído el genio de la disconformidad. Me gustaría pagar con la misma moneda. Pero como eso no es posible porque no dispongo de esa clase de moneda, me tengo que conformar con mandar el personal al cuerno.
Hubo un tiempo en que yo creía que el cuerno era un lugar desposeído de vida, es decir, una especie de muerte benéficamente dócil a la que iban a parar quienes actuaban de forma torpe o equivocada. En fin, más que un lugar el cuerno me parecía una ubicación geográficamente abstracta en la que se disimulaba la ira y se escondían las ganas de partirle a alguien la cabeza. Quizá influyera en ello la imagen infantil del desconsuelo cuando actué por vez primera en el teatro del colegio. Todo mi parlamento consistía en salir a escena con una copa en la mano y, en un momento determinado, levantar el brazo y gritar: « ¡Brindo por Buda! ». Mi timidez me situó tan cerca del nerviosismo que, efectivamente, levanté el brazo y grité: « ¡Budo por Buda! ». De entre las carcajadas de la sala, la voz del profesor, retumbó, estentórea: « ¡Vete al cuerno, Juanito! ».
A un cuerno mucho más profundo, seguro, arrojaron el otro día a un diputado colombiano, o por ahí, que juraba su cargo de padre de la patria. Con su traje impecable y su banda tricolor cruzándole el pecho. Con sus ansias de sacrificarse por el pueblo y de luchar indefectiblemente, etcétera, para conseguir la igualdad, la justicia y la prosperidad para el pueblo, etcétera. Con su promesa de combatir las desigualdades sociales y los abusos de los poderosos, etcétera. En qué estaría pensando, el desdichado. Llega la hora y jura con voz solemne: «Cumpliré y haré cumplir la Constitución ¡por Dios y por la plata! ». Dijo. Y la abstracción del cuerno se abrió a sus pies para tragarlo, empujado por la mirada iracunda de sus compinches, ahogado por la abierta analogía de las vocales que tan fácilmente asimilan la patria y la plata.
No menos agudo, afilado y endurecido, es el cuerno al que arrojaron los familiares de la novia a un oficiante litúrgico y novato. Deslumbrado quizá por los oropeles de la ceremonia y la belleza de la contrayente, se le trabucó la lengua cuando leía el pasaje bíblico en que se cita eso de conocer a los descendientes hasta la tercera generación. Con entonación propia del momento ceremonial, llega al pasaje en que la metáfora bíblica compara a la mujer con una parra cargada de racimos, símbolo de la fecundidad, y quizá porque le bailaran las letras, quizá porque se le trabucara la lengua, se dirige al novio y suelta con mansa suficiencia: «... Tu mujer como perra fecunda en medio de tu casa...», etcétera. Se detuvo el vaivén de los abanicos. Se detuvo el sudor bajo las corbatas. Y se organizó un cisco impropio del silencio y respeto que, en general, merecen los templos. La mayoría de los asistentes mandó al oficiante al cuerno, un cuerno negro, oleaginoso y demoníaco, tal como deben de ser las cavidades del infierno.
Yo, ahora mismo, mandaría al cuerno el fútbol. Y mira que me gusta el fútbol. Aún así, mandaría al cuerno a Beckham y a Eto’o, a los intermediarios y representantes, a Pérez y a Laporta, a la prensa deportiva y a la payperwiú, en fin, mandaría al cuerno a la Liga de las Estrellas, esa obscena representación crematística que ha manipulado la belleza deportiva hasta convertirla en una trata de “valores” futbolísticos, en carne rutilante de mercado, en puteo esplendoroso de facultades físicas, en trapicheo millonario para enriquecimiento de espabilados y mercachifles, en desprecio a la afición que, todavía, vibra por sus colores, ama sus colores, cree en sus colores, que se dice, y sigue demostrando, a pesar de todo, una fidelidad conmovedoramente tozuda y casi enfermiza. Al cuerno los millones de Ronaldo. (Mientras tanto, el Numancia a segunda. Qué cosas).
Es tal la cantidad de situaciones en que la mala uva nos impulsa a mandar al personal al cuerno, que en muchas ciudades hay una calle del cuerno. Cualquier calle es una vía de transición, transire, para facilitar el desplazamiento de un lugar a otro. Hay calles famosas en todas las ciudades del mundo y sus habitantes las recorren, las citan y las veneran con esa unción reverencial que impone la veneración histórica. Ninguna tan famosa como la calle del cuerno, tal vez utilizada como depósito de residuos urbanos, esa basura psicológica que llena las bolsas de plástico de nuestra imbecilidad.
(Resulta curioso comprobar que Sebastián de Covarrubias —que dedica más de dos páginas a explicar las implicaciones de ‘cuerno’ en la vida de los hombres, desde el rey al cornudo— no registre la expresión en su Tesoro. Así que no sé cómo se mandarían al cuerno en el siglo XVII, o antes).

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