martes, 16 de junio de 2009

LA MÁSCARA Y EL SIGNO
Publicado en HOY (18-6-2000)
JUAN GARODRI



Si tú, amigo, vas y lees por primera vez el Lazarillo de Tormes a los diecisiete años, no se te plantea el problema crítico de las ediciones, y lo mismo te da que estuvieran fechadas en 1554 o que existiera alguna anterior. O que el problema que plantea como género literario incida en el hecho de que pertenezca o no a la novela picaresca. A ti eso te daba igual. O al menos a mí me dio igual.
Cuando yo leí por primera vez el Lazarillo de Tormes (Vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades), aborrecí visceralmente la figura del clérigo de Maqueda y me conmovió la oscura e íntima indigencia del escudero de Toledo, prototipo del hidalgo de la época, falto de lo más elementalmente necesario para subsistir, pero poseedor de un orgullo de clase social tan acentuado, que prefería morir antes que ponerse a trabajar, tal como correspondía a su hidalguía.
Y me perturbaba, tal vez me movía a compasión, la actitud caritativa de Lázaro que compartía con su amo los pedazos de pan que recogía limosneando. El desdichado hidalgo malvivía acogotado por la profunda erosión psicológica de la fama que lo hería con las diferencias entre la autenticidad personal y el fingimiento social. El fracaso del individuo como signo de su peculiaridad social. La máscara y el signo.
Ahora se acaba de publicar El viaje que nunca termina. Correspondencia (1926-1957), de Malcolm Lowry. Aludo a ello porque recuerdo que algo parecido a lo que me ocurrió con la lectura del Lazarillo me ocurrió con Malcolm Lowry cuando leí, ya hace años, Bajo el volcán, esa autoficción narrativa que lo arrojaba de cabeza al fuego de su propio infierno. Fue una lectura turbadora y ardiente, las páginas eran brasas que me quemaban los dedos dispuestos a la compasión de un Johnny Walker que fracasaba trémulamente, noqueado por el ángel exterminador del alcohol y las drogas. El fracaso del individuo como signo de su peculiaridad social.
Malcolm Lawry se inventó, tal vez le sobrevino, la máscara de la literatura y el fingimiento de su propio personaje, una máscara negra, más desventurada que tenebrosa, que lo empujó irremisiblemente por el precipicio del autoaniquilamiento. La máscara y el signo.
Pero no todo es desventura ni desvalimiento en la frontera que se abre entre la autenticidad personal y el fingimiento social. En otro orden de cosas, trasladando a la actualidad el supuesto que pretendo comentar, la máscara y el signo gozan hoy de extraordinario predicamento, que se dice, entre individuos/as de todo pelo que se agarran al clavo ardiente de la fama, como signo de prepotencia y poder y señorío y valía y hasta encumbramiento y reconocimiento social. Y así, el individuo/a, consciente del espantoso vacío que se abre ante su propia mismidad, intenta sobresalir de su oquedad psicológica agarrándose al signo del poderío social: gasto fastuoso, o simplemente gasto, ese signo de la multiplicación económica que deslumbre o llame la atención, o simplemente que fastidie e incomode al vecino.
Los idiotipos que a diario evacua la teletonta (en medio de una hipercloridia tenazmente programada por la ¿perversidad? de oscuros y enigmáticos mandamases, cagalera mefítica que vulgariza y embrutece al gentío, aplaudidor inconsciente de tanto tarado mental como brilla por ahí, también tiene brillo el agua de las letrinas), los idiotipos que a diario evacua la teletonta, te decía hace rato, van marcando un camino, tal vez peligroso, que se me antoja de difícil o imposible retorno. Por ese camino se lanza a la carrera el personal, tocado por el don de la ebriedad (que disculpe Claudio Rodríguez por esta cita estúpida), bien cubierta la ansiedad del rostro por la máscara del jolgorio, el tarugueo mental, la desinhibición y el gregario apiñamiento de la decadencia, ese signo de la descomposición social que, más o menos, ha marcado históricamente el final de las edades del hombre. (Fin de la tragedia).

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