martes, 23 de junio de 2009

EL PAPELEO
(30-9-2000)
JUAN GARODRI



Te cuento, amigo. Siempre me gustó la moto. Eran los tiempos de Angel Nieto, aquel multicampeón de los 125 c.c. Muchos españoles empezaron a motorizarse y los que no tenían para un seiscientos se compraban una vespa. Así que yo tenía mi moto, una vespa gloriosa con la que perseguía los caminos de la juventud, sin reparar en obstáculos. En ella me desplazaba a Cáceres, sorteando los baches hasta desembocar en la N-630, o subía hasta Ciudad Rodrigo e incluso alguna vez llegué hasta Salamanca, en un alarde luminoso de temeridad y audacia. No había una carretera de la Sierra de Gata desconocida para mí. Unas veces subía hasta Cadalso y Robledillo, otras me desplazaba hasta Villamiel, Eljas o Valverde, con una intrepidez que ahora me pone los pelos de punta, inconsciente y desavisado del peligro que atravesaba serpenteando aquellas arriesgadas curvas de polvo y pedruscos. Tampoco olvido las carreteras de las Hurdes. En aquellos tiempos, las Hurdes no eran lo que ahora son. Rodríguez Ibarra, todo hay que decirlo, ha dejado las carreteras de las Hurdes como una autostrada del sole, si se comparan con aquellos caminos pedregosos que se denominaban entonces con el ampuloso nombre de carreteras. Tierra y piedras sueltas, eso era el firme por el que uno circulaba, de manera que las muñecas y los tríceps braquiales, con aquel ejercicio constante de saltos y derrapes, llegaban a convertirse en músculos poderosos con los que dominar la moto, cosa que llegaba a convertirse en juego de niños. Por si fuera poco, cada dos por tres había que limpiar la bujía que, aburrida por el calentamiento y la fatiga, se negaba a dar chispa y te colocaba la inoportunidad de la perla entre los electrodos. No tenías más remedio que detenerte, lanzar un juramento arrepticio, sacar la llave de bujías y el papel de lija, quemarte los dedos y eliminar la mota de carbonilla. Y carretera y manta de nuevo.
Así que hace unos días, cuando entré en un banco, lo llaman entidad bancaria (todas las oficinas son sucursales, ya se sabe, no sé por qué lo de «sucursal de una entidad bancaria», esa circunlocución eufemística de la megalomanía del dinero, sobre todo lo de «entidad», como si los demás seres no fueran/fuéramos entes con su correspondiente entidad, aunque quizá el banco sea el ente con mayor extensión de entidad conocida, no sé, una extensión como la del mar, inconmensurable, porque determina de modo concluyente la esencia de nuestros desequilibrios y absorbe de modo constituyente la forma de nuestras mensualidades, toda entidad es la forma o la esencia de las cosas, filosofía pura), entré en un banco, te decía, y vi la imagen del ciclomotor, reproducida a tamaño real, tan cercana en el tiempo y tan posible en el espacio, que se conmovieron profundamente mis añoranzas. Me dirigí a información. Podía adquirirla pagando una cuota mensual. Acepté y tuve que rellenar unos impresos. El banco me suministraba la moto, un scooter precioso de 49 c.c., pero corrían de mi cuenta la matriculación y los impuestos. Y empezó el papeleo.
Podía optar por encargar el asunto a una agencia, pero arrebatado por una provechosa y desavisada capacidad de gestión, me atreví a dar yo mismo los pasos reglamentarios. Nunca tal hiciera. En el ayuntamiento rellené los impresos correspondientes al impuesto de circulación de vehículos. En la dirección provincial de tráfico, siempre hay que esperar. Esperé. La cola olía a sudor y a tabaco ‘ducados’. Cuando llegó mi turno, la señorita de la ventanilla me exigió dos fotocopias de la ficha técnica del vehículo y una fotocopia del carnet de identidad. Salí pitando a la carrerilla, en busca de fotocopiadora pertinente. Regresé. Otra vez a la cola. Llegó mi turno.
—Ejemplares correspondientes del modelo cinco seis cinco —pidió la señorita.
—¿Modelo qué? —pregunté alarmado.
Mi expresión de pobre hombre debió de ser repentinamente cataléptica, porque la señorita de la ventanilla, movida tal vez a compasión, me indicó que tenía que retirarlo en Hacienda, para la exacción de tasas. Otra vez pitando, y a la carrerilla, Cánovas abajo, hasta llegar a Hacienda. En información me dicen que para el cinco seis cinco me dirija al mostrador de allí, a la izquierda. En esta ventanilla, un joven funcionario me dice que el cinco seis cinco enfrente, bajando las escaleras, a la izquierda. En esta ventanilla me dan unos impresos y me cobran 50 pesetas. Que los rellene, son autocopia, y los entregue en aquel mostrador de allí arriba, a la derecha. Los relleno. El funcionario de allí arriba, a la derecha, me dice que hubiera sido suficiente poner el nombre y el D.N.I. Pone en marcha una impresora y saca una página con mis etiquetas identificativas. Me da las etiquetas y me dice que ya está. Lo miro sin saber qué hacer.
—Ahí, al lado, lleve al mostrador de al lado el impreso y las etiquetas.
Los llevo. Dos señoritas charlan animadamente sentadas a una mesa, frente a frente. Espero varios minutos. Al fin, una me mira. Me pide los impresos y las etiquetas. Desprende dos etiquetas y las adhiere en los impresos correspondientes.
—Ya está —dice—. Las etiquetas que sobran son para usted.
Salgo zumbando Cánovas arriba, otra vez a Tráfico. Llego jadeando. Entrego el cinco seis cinco. Lo sellan. Me dan un papelito para que pase por Caja y pague. Obedezco. Me dicen que dentro de tres horas, o al día siguiente, puedo pasar a recoger la matrícula. «La placa tiene usted que adquirirla en una tienda de repuestos», me advierten. A todo esto, como suelo desayunarme con una manzana y un yogur, y la manzana es diurética, la urgencia en la micción me aprieta la entrepierna. El guardia de seguridad que hay frente a Caja me dice que allí no hay urinarios. Y me pregunto, ingenuo, por qué se exige instalación de w.c. en cualquier tiendecilla abierta al público, y en la Dirección Provincial de Tráfico no lo hay.
Lo del seguro del ciclomotor prefiero no contarlo. Más caro que el seguro del coche. En fin, amigo. Si no pretendes volverte majareta, ni se te ocurra la gestión personal del papeleo. Dicen que la Administración pretende acercarse al ciudadano y facilitarle y simplificarle las cosas. Y una mierda. ¿Si no fuera casi inextricable la selva del papeleo, de qué iban a vivir las agencias?

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