LA SORPRESA
(26-7-1999)
JUAN GARODRI
Bueno, pues hay veces en que se te queda la cara del otro lado, suele decirse. De la sorpresa. Se supone que la sorpresa golpea sólo un lado de la cara, el derecho o el izquierdo, según, porque si golpeara ambos lados tendría que ser de manera uniforme y no extemporánea, y en el caso de que así fuera, ya no podría mantenerse la aserción de que te quedas del otro lado. Y uno, la mayoría de las veces, como un bobalicón, sin enterarse de la misa la media, o así.
Pues nada. Vas y te levantas tempranito para aprovechar la fresca y con paso atlético (al que madruga Dios le ayuda) te diriges al quiosco y compras el periódico. Ya se sabe que el sano ejercicio de la lectura desatasca las neuronas, sobre todo si es a hora temprana, y favorece la relación y coordinación mental. De manera que empiezas a hojear las páginas mirando de aquí para allá, brincando por las entradas y entradillas, saltándote los charcos de los anuncios, recorriendo la apresurada información de los encabezamientos, rodeando cuidadosamente más charcos de anuncios, fisgoneando en el mercadeo futbolero, tapándote las narices por lo de los pactos políticos y otras emanaciones, dejando aparte más anuncios, rehuyendo las autoproclamaciones de progresía de los progresistas —más progresía cuanto más sedicentes progresistas—, esquivando las acusaciones recíprocas de malversaciones y otras pequeñeces, eludiendo la maraña maquiavélica de la Bolsa y sus Ibex (un verdadero ejercicio mentalmente gimnástico y matutino, vamos), y de pronto, como un guantazo en plena cara, como si la hubieras puesto a propósito, ¡zas!, la inundación desconcertante de la sorpresa. Una oleada de estupefacción y asombro. Y es que ha sido como una inundación, ya digo. Repentinamente ha desaparecido la letra impresa y el periódico se me ha convertido en una piscina y la noticia ha sido como una aguadilla repentina e insólita que me ha atragantado y me ha hecho saltar reclamando serenidad y oxígeno. ¡Ostras, Pedrín! ¡Ahora resulta que Robin Hood era una tía! (¡Glupp!). Bueno, no propiamente una tía, pero casi.
Qué quieres que te diga. La noticia me ha provocado un cataclismo rememorativo. Es como si alguien, bien provisto del don de la perversidad, hubiera traicionado enfermizamente mi infancia. Mis sueños infantiles recorrían los bosques de Sherwood y se escondían tras los musgosos troncos, ay, para contemplar embelesado las hazañas de Robin que robaba a los ricos para ayudar a los pobres. (Más bien expoliaba a los nobles y ayudaba a los desheredados y de paso los liberaba de la opresión, fíjate. Lo de ricos y pobres encaja mejor con Diego Corrientes o con Curro Jiménez, de Despeñaperros para abajo, sierra Morena o por ahí). Así que mis sueños infantiles se han chafado y han explotado (¿explosionado tal vez?) y han echo ¡plumm!, con el ruido instantáneo de los envases de bocabits vacíos. Los investigadores británicos no han respetado ni siquiera a la dulce Mariam. Resulta que la adorable Mariam fugazmente besada por Errol Flynn no era más que una evanescencia moralizadora. Una tapadera vergonzante para disimular el amor que Robin Hood sentía por Little John e incluso por el forzudo Will Scarlet, si se terciaba. Me han chafado, ya te digo. Pido a Dios que no nos salga cualquier día un hispanista de alguna universidad inglesa, Cardiff o por ahí, esos ‘enamorados’ de la historia de España que se las saben todas, y nos clave entre las cejas la pavorosa información de que el Guerrero del Antifaz era una doncella, o de que Ana María era el conde de Roca con peluca rubia. Para echarse a llorar. (Según el concepto de perífrasis aspectual incoativa, se te informa del valor indefinido del tiempo y su duración porque conoces cuándo empiezas a llorar pero no sabes cuándo vas a terminar).
Tampoco hay que ponerse absolutamente trágico, me parece, ni pensar que el llanto vaya a ser eterno, como el de una amiga de mi cuñada que todavía sigue llorando, y ya han pasado años, desde que se echó a llorar aquel día de 1968 en que se enteró de lo de Rock Hudson y sus relaciones homoeróticas.
Así que lo de Robin Hood, convertido en una inverosímil Forest Queen de balada medieval, me ha quedado la cara del otro lado. Aunque ya todo es posible porque incluso lo inverosímil, puestas así las cosas, cae dentro de los límites de la verosimilitud. Que a una persona la aplaste un trailer y se incorpore a los cinco minutos, lo pensamos como inverosímil, por imposible. Pero que una apisonadora aplaste a Filemón, lo deje como a un sello de Franco y a la viñeta siguiente se levante como si tal cosa para fastidiar a Mortadelo, lo pensamos como verosímil, por el contexto. Quién sabe, tal vez dentro de la verosimilitud homoerótica, Mortadelo no sea más que un trasunto de doña Urraca, pero sin moño.
En fin, amigo, para actualizar la cosa: lo único que me faltaba sería llegar a conocer algún día la aterradora información de que Nicole Kidman, esa especie de carne trémula como lienzo esplendoroso de rendiciones sensuales, es un tío transexualizado. Voy y me apunto para el primer viaje a Marte.
viernes, 14 de agosto de 2009
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